Alicia odiaba las apuestas y, en esos momentos, se odiaba también a sí misma por formar parte de una. Ya lo sabía por las películas: las apuestas siempre acaban mal. Menos cuando el quarterback guapo apostaba con sus amigos conquistar a la tímida chica nueva y, a pesar de que ella se enfadaba al descubrirlo, finalmente se acababa enamorando de él.
Pero esto no era ninguna comedia teen americana, sino un inhóspito pueblo extremeño de montañas desnudas y casas de cal arañadas por el gélido viento de marzo. Y allí estaba ella, en plena noche abandonándose en la penumbra de la destartalada casa de Marco. Más bien, era la casa de la abuela de Marco, que había fallecido hacía apenas un año. De lo que la pobre anciana jamás se enteró es de la estupidez de su nieto, al que no se le había ocurrido otra cosa mejor que apostar con su compañera de piso que no sería capaz de pasar tres días sola en la solitaria casa del pueblo.
A pesar de las terroríficas historias que Marco le había contado a Alicia sobre aquel lugar, la oferta era demasiado tentadora. Si ella ganaba, él lavaría los platos durante seis meses enteros. Y resulta difícil resistirse a eso cuando vives en un piso compartido sin lavavajillas, la verdad.
El caso es que Alicia había pasado ya un día en el pueblo sin el más mínimo percance. Era un pueblo muy pequeño y aburrido. En invierno vivirían 20 personas, como mucho. Se lo había recorrido entero en apenas 15 minutos y hasta había subido colina arriba hasta llegar al cementerio, sin que ningún tipo de peligro le acechase.
Ahora que la noche ya había arropado las blancas paredes de las desgastadas viviendas, Alicia había optado por refugiarse en la casa y observar desde la ventana las escasas estrellas que se dispersaban por el manto azabache. Habría permanecido horas en esa postura si no fuera por el repentino estruendo que resonó en la planta baja. Su corazón casi se detuvo y la respiración se le aceleró. Era un ruido muy extraño, no como si se hubiera caído algún objeto, sino como si algo arañara las frías baldosas grises. Era un sonido casi infernal, como unas enormes garras destruyendo el suelo. Pero a pesar del terror que ya inundaba su cuerpo, Alicia no era una chica que se rendía fácilmente. No sabía si era por el hecho de haber estudiado una aburrida carrera de Química, pero era una persona muy racional y no se dejaría amedrentar por ruidos nocturnos ni historias de fantasmas. No, no le daría esa satisfacción a Marco…
Alicia bajó las estrechas escaleras muy lentamente, como si abajo le aguardara una presencia desconocida y no quisiera que escuchara sus temblorosos pasos. Intentó controlar su respiración, pero poco pudo hacer por el sudor frío que le recorría la frente. La furia del viento, que se estrellaba contra el cristal de las ventanas y parecía sacudir la casa entera, no ayudaba demasiado. Pero, a pesar de todo, reunió todo el valor del que fue capaz y posó su pie descalzo sobre el último peldaño de la escalera. Ya casi estaba abajo.
Nada. Eso es lo que vio. O lo que no vio. Absolutamente nada. Solo una antigua cocina en estado de hibernación y la pequeña mesa del comedor que también parecía dormir. Quietud y silencio absoluto, nada más. «Qué tonta he sido», se riñó a sí misma Alicia. El ruido podría haber sido cualquier cosa o, incluso, podría haber sido producto de su imaginación. En esa casa solo estaban ella y el persistente olor rancio del hogar.
Se dio la vuelta, dispuesta a emprender el camino de vuelta a la alcoba, pero ni siquiera tuvo tiempo de pisar las escaleras. A su espalda, el espantoso ruido que había escuchado antes le taladró los oídos. Alicia casi se precipita sobre el frío suelo, pero tuvo tiempo de sujetarse en las desconchadas paredes antes de caer. El sonido había cesado, pero, aun así, no se atrevía a girarse y mirar. No estaba sola y lo sentía. Unos ojos se clavaban sobre su nuca y una respiración entrecortada rompía el silencio. Pero lo peor de todo era el hedor que comenzó a extenderse por la estancia. No era el mismo olor que antes, propio de una casa de más de medio siglo y cerrada durante más de un año. Era diferente: mucho más intenso y desagradable, una mezcla entre olor a podrido y a azufre. Estaba por todas partes.
Pero no podía soportarlo más. La incertidumbre y la angustia por sentirse observada eran mayores que el miedo. Por ello, sin concederse ni un segundo más para pensar, Alicia se giró de imprevisto. Y, efectivamente, no estaba sola: una mujer de piel cetrina, nariz aguileña y rostro muy blanco la observaba impasible. No era un espectro ni nada parecido, su figura no era difusa. Era una persona de carne y hueso, una señora de unos 50 años, alta y de cuerpo huesudo, con un vaporoso vestido blanco. Sus lacios cabellos rubios comenzaron a moverse, al igual que su traslúcido vestido, como si una corriente de aire hubiera entrado de lleno en la casa. Era imposible… todas las ventanas estaban cerradas.
El viento invisible reunió más fuerza y continuó revolviendo la melena y la ropa a la mujer. Alicia ya casi no veía su cara, completamente tapada por sus cabellos en movimiento. Pero entre ellos pudo entrever una inquietante sonrisa desdentada que se formó en su rostro.
No pudo más. Cerró los ojos con fuerza y los abrió de nuevo, pero allí seguía ella, aquella mujer demoníaca. En apenas un segundo, valoró sus opciones disponibles: volver al segundo piso o correr hacia la puerta de salida. Sin pensarlo demasiado, optó por la segunda alternativa y, en apenas tres zancadas, alcanzó la puerta. Con manos temblorosas, Alicia agarró el pegajoso picaporte y lo giró. No se movió. Tragó saliva y sintió un horrible ardor en la garganta. Con todas sus fuerzas, volvió a girar el picaporte y, para gran alivio suyo, esta vez cedió. La puerta se abrió y dejó ver la solitaria calle. Cruzó el umbral de la puerta y continuó avanzando. Corrió, veloz y descalza, sintiendo el sabor de la bilis en su lengua. No miró atrás.
Cuando el sol se asomó tímidamente tras el campanario de la iglesia, Alicia dejó escapar un sollozo. Las lágrimas de alivio le recorrieron las mejillas. Por fin se había marchado la oscuridad. Había sido la peor noche de su vida, refugiándose del frío (y del terror) bajo el tejadillo de la portada de la iglesia. No había dormido ni un segundo, temiendo que en cualquier momento pudiera aparecer la terrorífica mujer. No había podido llamar a nadie, pues su móvil se había quedado en la alcoba de la casa. Tampoco había reunido fuerzas para gritar, ni para aporrear la puerta de alguna de las pocas casas habitadas que quedaban. Solo quería esconderse y que pasara la noche. Y lo había conseguido.
Se negaba a regresar a la casa. No le importaba su móvil y, por supuesto, no le importaba la maldita apuesta de Marco. Solo quería coger el primer tren que encontrara, conseguir de alguna forma llegar a la estación. Entró en el único bar del pueblo, diminuto y con una barra de madera muy sucia y con olor a vino. Como una autómata, se sentó y pidió al único hombre tras la barra un café con leche. El hombre la observó con curiosidad, fijando la vista en sus marcadas ojeras. Alicia era consciente de que debía tener un aspecto deplorable, por no hablar de que estaba descalza y con un viejo chándal que utilizaba para dormir. Mientras el hombre servía el café con manos temblorosas, Alicia fijó la vista en la desfasada televisión. Era una rueda de prensa del presidente del Gobierno que, con rostro serio y solemne, parecía anunciar algo de vital importancia.
«Queda decretado el estado de alarma y el confinamiento domiciliario en toda España. Ningún ciudadano podrá salir de su casa ni hacer ningún tipo de desplazamiento».
Alicia tuvo que sujetarse a la manchada barra. Sus ojos se abrieron como platos y sus pulsaciones se dispararon, y casi ni se percató de que el dueño del bar estaba hablando:
«Vaya, señorita. Parece que no podremos movernos. Tendrá que quedarse en el pueblo hasta que acabe todo«.