Con(fin)ada

Alicia odiaba las apuestas y, en esos momentos, se odiaba también a sí misma por formar parte de una. Ya lo sabía por las películas: las apuestas siempre acaban mal. Menos cuando el quarterback guapo apostaba con sus amigos conquistar a la tímida chica nueva y, a pesar de que ella se enfadaba al descubrirlo, finalmente se acababa enamorando de él.

Pero esto no era ninguna comedia teen americana, sino un inhóspito pueblo extremeño de montañas desnudas y casas de cal arañadas por el gélido viento de marzo. Y allí estaba ella, en plena noche abandonándose en la penumbra de la destartalada casa de Marco. Más bien, era la casa de la abuela de Marco, que había fallecido hacía apenas un año. De lo que la pobre anciana jamás se enteró es de la estupidez de su nieto, al que no se le había ocurrido otra cosa mejor que apostar con su compañera de piso que no sería capaz de pasar tres días sola en la solitaria casa del pueblo.

A pesar de las terroríficas historias que Marco le había contado a Alicia sobre aquel lugar, la oferta era demasiado tentadora. Si ella ganaba, él lavaría los platos durante seis meses enteros. Y resulta difícil resistirse a eso cuando vives en un piso compartido sin lavavajillas, la verdad.

El caso es que Alicia había pasado ya un día en el pueblo sin el más mínimo percance. Era un pueblo muy pequeño y aburrido. En invierno vivirían 20 personas, como mucho. Se lo había recorrido entero en apenas 15 minutos y hasta había subido colina arriba hasta llegar al cementerio, sin que ningún tipo de peligro le acechase.

Ahora que la noche ya había arropado las blancas paredes de las desgastadas viviendas, Alicia había optado por refugiarse en la casa y observar desde la ventana las escasas estrellas que se dispersaban por el manto azabache. Habría permanecido horas en esa postura si no fuera por el repentino estruendo que resonó en la planta baja. Su corazón casi se detuvo y la respiración se le aceleró. Era un ruido muy extraño, no como si se hubiera caído algún objeto, sino como si algo arañara las frías baldosas grises. Era un sonido casi infernal, como unas enormes garras destruyendo el suelo. Pero a pesar del terror que ya inundaba su cuerpo, Alicia no era una chica que se rendía fácilmente. No sabía si era por el hecho de haber estudiado una aburrida carrera de Química, pero era una persona muy racional y no se dejaría amedrentar por ruidos nocturnos ni historias de fantasmas. No, no le daría esa satisfacción a Marco…

Alicia bajó las estrechas escaleras muy lentamente, como si abajo le aguardara una presencia desconocida y no quisiera que escuchara sus temblorosos pasos. Intentó controlar su respiración, pero poco pudo hacer por el sudor frío que le recorría la frente. La furia del viento, que se estrellaba contra el cristal de las ventanas y parecía sacudir la casa entera, no ayudaba demasiado. Pero, a pesar de todo, reunió todo el valor del que fue capaz y posó su pie descalzo sobre el último peldaño de la escalera. Ya casi estaba abajo.

Nada. Eso es lo que vio. O lo que no vio. Absolutamente nada. Solo una antigua cocina en estado de hibernación y la pequeña mesa del comedor que también parecía dormir. Quietud y silencio absoluto, nada más. «Qué tonta he sido», se riñó a sí misma Alicia. El ruido podría haber sido cualquier cosa o, incluso, podría haber sido producto de su imaginación. En esa casa solo estaban ella y el persistente olor rancio del hogar.

Se dio la vuelta, dispuesta a emprender el camino de vuelta a la alcoba, pero ni siquiera tuvo tiempo de pisar las escaleras. A su espalda, el espantoso ruido que había escuchado antes le taladró los oídos. Alicia casi se precipita sobre el frío suelo, pero tuvo tiempo de sujetarse en las desconchadas paredes antes de caer. El sonido había cesado, pero, aun así, no se atrevía a girarse y mirar. No estaba sola y lo sentía. Unos ojos se clavaban sobre su nuca y una respiración entrecortada rompía el silencio. Pero lo peor de todo era el hedor que comenzó a extenderse por la estancia. No era el mismo olor que antes, propio de una casa de más de medio siglo y cerrada durante más de un año. Era diferente: mucho más intenso y desagradable, una mezcla entre olor a podrido y a azufre. Estaba por todas partes.

Pero no podía soportarlo más. La incertidumbre y la angustia por sentirse observada eran mayores que el miedo. Por ello, sin concederse ni un segundo más para pensar, Alicia se giró de imprevisto. Y, efectivamente, no estaba sola: una mujer de piel cetrina, nariz aguileña y rostro muy blanco la observaba impasible. No era un espectro ni nada parecido, su figura no era difusa. Era una persona de carne y hueso, una señora de unos 50 años, alta y de cuerpo huesudo, con un vaporoso vestido blanco. Sus lacios cabellos rubios comenzaron a moverse, al igual que su traslúcido vestido, como si una corriente de aire hubiera entrado de lleno en la casa. Era imposible… todas las ventanas estaban cerradas.

El viento invisible reunió más fuerza y continuó revolviendo la melena y la ropa a la mujer. Alicia ya casi no veía su cara, completamente tapada por sus cabellos en movimiento. Pero entre ellos pudo entrever una inquietante sonrisa desdentada que se formó en su rostro.

No pudo más. Cerró los ojos con fuerza y los abrió de nuevo, pero allí seguía ella, aquella mujer demoníaca. En apenas un segundo, valoró sus opciones disponibles: volver al segundo piso o correr hacia la puerta de salida. Sin pensarlo demasiado, optó por la segunda alternativa y, en apenas tres zancadas, alcanzó la puerta. Con manos temblorosas, Alicia agarró el pegajoso picaporte y lo giró. No se movió. Tragó saliva y sintió un horrible ardor en la garganta. Con todas sus fuerzas, volvió a girar el picaporte y, para gran alivio suyo, esta vez cedió. La puerta se abrió y dejó ver la solitaria calle. Cruzó el umbral de la puerta y continuó avanzando. Corrió, veloz y descalza, sintiendo el sabor de la bilis en su lengua. No miró atrás.

Cuando el sol se asomó tímidamente tras el campanario de la iglesia, Alicia dejó escapar un sollozo. Las lágrimas de alivio le recorrieron las mejillas. Por fin se había marchado la oscuridad. Había sido la peor noche de su vida, refugiándose del frío (y del terror) bajo el tejadillo de la portada de la iglesia. No había dormido ni un segundo, temiendo que en cualquier momento pudiera aparecer la terrorífica mujer. No había podido llamar a nadie, pues su móvil se había quedado en la alcoba de la casa. Tampoco había reunido fuerzas para gritar, ni para aporrear la puerta de alguna de las pocas casas habitadas que quedaban. Solo quería esconderse y que pasara la noche. Y lo había conseguido.

Se negaba a regresar a la casa. No le importaba su móvil y, por supuesto, no le importaba la maldita apuesta de Marco. Solo quería coger el primer tren que encontrara, conseguir de alguna forma llegar a la estación. Entró en el único bar del pueblo, diminuto y con una barra de madera muy sucia y con olor a vino. Como una autómata, se sentó y pidió al único hombre tras la barra un café con leche. El hombre la observó con curiosidad, fijando la vista en sus marcadas ojeras. Alicia era consciente de que debía tener un aspecto deplorable, por no hablar de que estaba descalza y con un viejo chándal que utilizaba para dormir. Mientras el hombre servía el café con manos temblorosas, Alicia fijó la vista en la desfasada televisión. Era una rueda de prensa del presidente del Gobierno que, con rostro serio y solemne, parecía anunciar algo de vital importancia.

«Queda decretado el estado de alarma y el confinamiento domiciliario en toda España. Ningún ciudadano podrá salir de su casa ni hacer ningún tipo de desplazamiento».

Alicia tuvo que sujetarse a la manchada barra. Sus ojos se abrieron como platos y sus pulsaciones se dispararon, y casi ni se percató de que el dueño del bar estaba hablando:

«Vaya, señorita. Parece que no podremos movernos. Tendrá que quedarse en el pueblo hasta que acabe todo«.

Listen

Sandy estaba feliz y últimamente era difícil que eso ocurriera. Habían pasado siete meses desde la muerte de su hermano, pero aún no había podido superarlo. Brandon no solo era su hermano, sino su amigo, un compañero apenas unos minutos mayor que ella. Era su hermano mellizo y no se hacía a la idea de no escucharle tararear canciones de Linkin Park en la ducha, de no pelearse con él por quedarse con la mejor parte de la empanada de mamá, de no ver los hoyuelos que surgían en su rostro juvenil siempre que reía. Llevaban dieciocho años compartiendo experiencias y ahora ya no quedaba nada. Fue la propia Sandy quien encontró su frío cadáver sobre la alfombra de su habitación. Llevaba su camiseta favorita, la de la caricatura de Steve Jobs, y sus grandes cascos reposaban sobre sus orejas aún emitiendo sonidos amortiguados. Amaba la música y hasta la propia muerte le sorprendió escuchándola. Eso reconfortaba un poco a Sandy.

La cuestión era que, tras siete meses de noches sin dormir y lágrimas en los lavabos del instituto, Sandy se sentía preparada para pasar página. Había decidido entrar en la habitación de Brandon y echar un vistazo a sus cosas para bucear en los recuerdos. Todo estaba como el día que se fue, excepto su cadáver, claro. Sandy pensó en hojear un rato sus cómics, pero entonces vio sobre el escritorio la caratula de un CD. La portada era negra y unas letras verdes y difusas dibujaban la palabra “DANGER”. San no conocía el grupo, pero si le gustaba a su hermano, tenía que ser bueno. Brandon le había demostrado a lo largo de su vida juntos que tenía buen gusto musical (excepto cuando le dio por escuchar a Fall Out Boy, claro). La cuestión es que Sandy confiaba en él, y no solo musicalmente hablando, así que abrió la carcasa y sacó el CD, ligeramente desgastado por el uso.

Pulsó el botón del play de su discman y algo empezó a sonar. Parecía música, pero Sandy no está del todo segura. “Qué single tan extraño”, pensó. Gritos. Rasguños. “¿Qué diablos está sonando?”, gritó Sandy para sus adentros. Sintió el sudor frío, gélido, sobre su frente. Le faltaba el aire. Intentó gritar, pero no logró articular ni una sola palabra. Le ardía la garganta y le escocían los ojos. La música, si es que podía llamarse así, seguía sonando. Era desesperante. Ni siquiera sabía lo que estaba escuchando, pero no podía quitarse los cascos. Lo intentó, pero había algo que la retenía. Empezó a dolerle el pecho como si le estuvieran clavando un puñal oxidado. Sentía que su cuerpo se partía por la mitad y que su cabeza estaba a punto de reventar. Jamás había experimentado tanto dolor ni tanta desesperación. No había sangre ni heridas, pero ella sentía que se rompía por dentro, que la música la estaba destrozando. “Esta es la música que Brandon estaba escuchando antes de morir. Esta es la música que le mató”. Los pensamientos viajaron fugazmente por la mente de Sandy, pero ya era demasiado tarde.

Marcus atraviesa el umbral de la puerta con cierta timidez. La madre de Brandon y Sandy, con gesto triste e inexpresivo, le guía hasta la habitación. “Coge lo que quieras. Yo ya no quiero ver estos objetos. Yo la quiero a ella, y a él, y… ya no están”, le dice la desdichada mujer en tono frío, luchando por no derrumbarse. Marcus asiente con la cabeza un poco nervioso. Se siente un poco mal por estar allí, en la casa de sus vecinos muertos, pero la propia señora Nesbitt le ha pedido que echara un vistazo a las cosas de sus hijos y se llevara lo que quisiera. La vista de Marcus recorre las estanterías y ve de todo: cómics, libros, gorras… Y, entonces, ve el CD. “¿Seguro que no quieres llevarte nada más?”, pregunta indiferente la señora Nesbitt. Pero no hay nada que le interese más que el CD de ‘Danger’. No conoce al grupo, pero no le importa: el disco le ha hipnotizado y sabe que tiene que llevárselo, que es lo único que merece la pena de aquel solitario cuarto juvenil. “No, gracias, señora Nesbitt. Me llevo solo esto. Lo pondré esta noche en mi fiesta de cumpleaños en honor a Brandon y Sandy. Quiero que todos lo escuchen”.

El castigo

* Continuación de La partida

Bebí otro trago de whisky sin sentir nada. La garganta ya no me ardía como la primera vez. Había llovido y el pavimento estaba mojado, pero no me importaba. Pensaba permanecer toda la noche allí sentada, calándome los vaqueros y bebiendo alcohol barato. Estaba harta de la vida y la vida estaba harta de mí. Mi familia, o lo que quedaba de ella, me daba de lado, y los pocos amigos que tenía se habían evaporado. Únicamente me tenía a mí misma, y eso no me reconfortaba demasiado.

Abrí los ojos lentamente y mi mirada se topó con una robusta sombra. Me tendió la mano, que era igual de voluminosa pero muy cuidada. El hombre se acarició la barba mientras se presentaba. Se llamaba Gaspar y no fui capaz de adivinar de dónde provenía su acento. Tampoco importaba demasiado. Él me ofreció una oportunidad, una nueva opción de vida. Cogí su mano, me incorporé y le seguí. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder.

Me llevó a su casa, donde me di una ducha y me vestí con ropa limpia que él me cedió. Me dolía un poco la cabeza y mi aliento seguía oliendo a alcohol, pero por lo demás me encontraba bastante bien. Nos sentamos en las suntuosas butacas de su gran salón y comenzó a explicarme lo que quería de mí. No se entretuvo demasiado: deseaba ofrecerme un trabajo. En otra etapa de mi vida, me hubiera estremecido al escucharle y hubiera huido de allí tras conocer en que consistía el empleo en cuestión. Pero yo solo quería vivir o, mejor dicho, olvidarme de vivir. Lo acepté sin dudar. Jamás había matado a nadie, pero todo era cuestión de práctica. Me juré a mí misma hacer las cosas bien y convertirme en la mejor asesina a sueldo de la ciudad.

Los primeros encargos no fueron fáciles. Al ser una novata, me temblaba el pulso cada vez que tenía que apretar el gatillo y sentía un doloroso peso en el estómago cada vez que lo hacía. Sin embargo, la práctica hizo que la torpeza y el remordimiento se esfumaran. Era como si cada vez que le arrebataba la vida a alguien, yo ganara un poco de vida. Una vida podrida y maldita, sí, pero vida después de todo. Poco a poco, me fui aficionando al miedo en los ojos de mis víctimas, al aroma de la sangre y a la tensión liberada cada vez que cumplía mi misión. Gaspar me pagaba siempre puntualmente y yo sentía que por fin tenía un papel en este horrendo mundo.

Todo iba tan bien que nunca imaginé que acabaría recibiendo un encargo al que no podría hacer frente. Gaspar tenía muchos enemigos y uno de ellos era un empresario irlandés. Quería vengarse de él y no encontraba mejor manera de hacerlo que arrebatándole lo que más quería. Pero yo no me sentía capaz de hacer lo que me pedía. No podía matar al hijo del irlandés por mucho que lo intentara, a pesar de que sabía que la consecuencia, o más bien, el castigo, sería jugar una partida de póker a muerte. La causa no era el miedo ni la culpa, sino una fuerza mucho más poderosa. Él fue la única persona por la que un día sentí algo parecido al amor, y… ¿quién soy yo para luchar contra el amor?

La partida

Dicen que quién es desafortunado en el juego, tiene suerte en el amor. Ya os digo yo que eso es una auténtica patraña. Llevo toda la vida buscando el amor y lo único que he recibido son mentiras y algunas dosis de sexo. Ningún hombre era para mí o yo no estaba hecha para ningún hombre. Quizá por eso probé suerte con las mujeres, más dulces al sonreír y más lentas al besar. También falló. Creo que estoy condenada a caminar sola, a arroparme con mi propio abrazo, a dormir en una cama que se me antoja demasiado ancha. El destino así lo ha querido y yo no soy quién para llevarle la contraria.

Dicen también que, cuando uno está a punto de morir, ve pasar su vida en diapositivas. Las escenas se deslizan con rapidez, fundiéndose entre sí, emborronando recuerdos malos y buenos, desdibujando rostros amigos y amortiguando la voz de los eternos rivales. En mi caso, yo solo me he visto a mí. Me veo sentada en mi sillón rojo masticando palomitas dulces y observando con gesto aburrido los capítulos repetidos de ‘Twin Peaks’. Los vivos colores de la pantalla del televisor se reflejan en mi rostro cetrino y en el claro iris de mis ojos cansados. Jamás he visto una mirada tan triste como la mía. Incluso las prostitutas que pululan cada noche por mi calle desprenden más vida que yo. Pero eso no importa nada ahora que voy a perecer sobre un charco de mi propia sangre.

Nunca se me ha dado demasiado bien jugar al póker. Ya os dije que el amor y el juego no mantienen una relación inversa. Mi abuela, el ser más dulce que jamás he conocido, siempre nos ganaba al parchís. Era una vencedora nata, y eso no la impedía amar a mi abuelo con todas sus fuerzas. Yo, sin embargo, me siento como un ser inerte desplazado en un mundo vivo, de sentimientos que se me escapan. Mi boca está completamente seca porque desconozco las cartas de mis contrarios. En la mesa somos cuatro personas, si es que se nos puede denominar así. Primero estoy yo, una chiquilla impasible que en el fondo está temblando de miedo. A mi derecha está Rubí, la joven más despampanante que podáis imaginar. Creo que nunca he visto unos labios tan rojos como los suyos. Hay otra mujer más, Casandra, una mujer asiática silenciosa en el juego y fuera de él. Por último, cada vez que levanto la mirada me encuentro con el rostro de Gaspar, un hombre corpulento y de barba espesa. Sé que en su caro traje guarda un revólver que ha prometido disparar apuntando a mi cabeza si pierdo esta partida. Me estaría marcando un farol si os dijera que voy a sobrevivir. Casi puedo sentir el impacto de la bala en mi pálida frente, el peso de mis párpados muertos, la frialdad de mi piel sin vida. Pero no os voy a engañar: me lo he buscado yo misma. Soy yo la que ha escrito el final de su vida, un desenlace doloroso y agónico. Siempre me han gustado los dramas de Shakespeare y las películas de Tarantino, pues en ambos casos la sangre es siempre protagonista. Quizá por eso llevo puesto el vestido blanco que me regalaron mis padres cuando me licencié en Historia del Arte. Sé que el contraste con la textura y el brillo de la sangre será magnífico. Ahora me siento como uno de los macabros cuadros de Bacon o, mejor dicho, como una de las oscuras pinturas de Caravaggio. El fin está cerca. Llega el momento de descubrir las cartas. Primero es Rubí quién coloca las suyas sobre la mesa. Después, la impasible Casandra. Gaspar muestra las suyas, convencido de ser el vencedor. Yo desvelo las mías, convencida de perder en el juego y también en la vida. Él saca la pistola y me apunta con tranquilidad. Antes de que apriete el gatillo, yo le dedico una sonrisa igual de tranquila y, posiblemente, la primera sonrisa sincera de mi vida.

LEE LA SEGUNDA PARTE: El castigo

XXX

Carla se sentía extraña caminando sola por la calle a medianoche. Sí, esa era la palabra: extraña. No era católica, pero en ese momento rezaba para sus adentros mientras observaba cómo sus botas negras se hundían en los charcos de la acera. Suplicaba no cruzarse con algún conocido, ya que lo que menos quería en ese momento era mentir. Y, si se acababa topando con algún amigo, sabía que tendría que mentir. Sus suaves mejillas enrojecieron al pensar en el sitio al que se dirigía. ¿Qué dirían sus amigos? ¿Y sus padres? Todos la veían como una chica de veintisiete años ejemplar: educada, responsable y con un buen empleo. Vivía en un bonito apartamento a las afueras de la ciudad con su labrador Mickey y siempre se acordaba de felicitar en los cumpleaños. Cocinaba unas tartas estupendas y hacía poco que había aprendido a hablar alemán. Era una chica seria y normal, todo un partidazo. De hecho, tenía varios pretendientes, aunque ninguno le interesaba en absoluto. Fernando, por ejemplo, tenía una cara bonita y un BMW alucinante, pero le parecía un pedante. No le atraían nada ese tipo de hombres que solo hablaban de sus exigentes trabajos y de lo bien que jugaban al póker. Y luego estaba Santi, su amigo de toda la vida, un chico sencillo y encantador pero al que veía como un hermano, un primo, un oso de peluche o como cualquier cosa que no fuera un novio. En definitiva, le aburrían. Quería probar cosas nuevas y eso es lo que iba a hacer esa noche. Nadie podría sospechar eso de ella, una chica menuda, de rostro dulce y ojos grises tímidos. Pero iba a hacerlo y cada vez estaba más entusiasmada.

Según el navegador del móvil, llegaría en unos cinco minutos a su destino. Nerviosa, comenzó a retorcerse con los dedos un liso mechón de su melena azabache. Recordó el momento en el que había decidido embarcarse en esa aventura. Era domingo por la tarde y acababa de ver Ghost. Como de costumbre, había estado llorando unos quince minutos después de que la película acabara y no sabía como calmarse, Encendió el ordenador y estuvo curioseando algunos blogs de belleza que seguía, aunque rara vez ponía en práctica esos consejos. Sin saber muy bien cómo, acabó en una web de lo más extraña. El fondo era de un negro aterciopelado que contrastaba con el rojo sangre de las letras. «Algo más que sexo. Atrévete a vivir una noche infernal». Carla parpadeó varias veces y se ruborizó. ¿Sexo? ¿Hacía cuanto que no disfrutaba del sexo de verdad? ¿Es que había llegado a disfrutar alguna vez? Cuando estaba a punto de cerrar la página, se detuvo en la palabra «infernal». Es exactamente lo que quería, vivir una noche salvaje y sentirse ardiente y diabólica. Quería ser ella la que controlara la situación y estallar en llamas de placer. Sabía que eso no lo conseguiría jamás ni con Fernando ni con Santi y deseaba hallarlo sin tener que comprometerse. No quería que nadie la conociera ni le dijera lo buena chica que era; se moría por adentrarse en lo desconocido y sentirse, simplemente, deseada y libre.

El edificio parecía abandonado. ¿Se habría equivocado? Con cierto temor, se acercó a la puerta y buscó algún tipo de letrero, pero no vio nada. Pensó en darse la vuelta, pero había algo en su interior que le impulsaba a vivir esa experiencia, a pesar de no saber lo que se iba a encontrar. Se fijó en que en la parte superior del marco de la puerta había dibujado una especie de tenedor o tridente. Mientras se preguntaba qué quería decir, llamó a la puerta con manos temblorosas. Casi instantáneamente, la puerta se abrió, aunque no se asomó nadie. Carla no sabía si entrar o no, pero al ver que nadie salía a su encuentro, empujó poco a poco la puerta y se adentró en la oscuridad.

Al principio, no veía nada, pero se fijó en que unas luces rojizas y una débil música le daban la bienvenida en el fondo del estrecho pasillo. Caminó despacio mientras tragaba saliva y la luz roja se fue haciendo más intensa, casi cegadora. Respecto a la música, no era capaz de identificar el instrumento que sonaba, pero a medida que el volumen ascendía, se sentía más cómoda. Cuando llegó a la entrada de la habitación, sus tímidos pasos se habían transformado en un caminar sensual. Dejó caer su bolso y su abrigo gris al suelo y se preparó para ser otra persona.

Primero le vio a él: rubio albino, brazos fuertes y unas alas de plumas negras sobre su espalda. Ella, ataviada con un picardías de seda granate, le mostró una sonrisa de colmillos de plástico. También había un joven de ojos azules y rizos oscuros que llevaba en la cabeza unos cuernos largos de color cobre. A pesar de que Carla no iba disfrazada (en la web no especificaba nada), se sentía toda una vampiresa. Sin ni siquiera intercambiar una palabra, se refugió en los brazos del chico albino y le besó con una pasión que nunca antes había experimentado. Él le devolvió el beso mientras le arrebataba las medias con un brusco movimiento. Alguien le acariciaba el pelo por detrás y se percató de que era el otro hombre. En cuestión de segundos, Carla estaba sumida en un vaivén de euforia y placer. Se paseaba por el torso de los dos jóvenes, sentía sus caricias en inhóspitos lugares y cabalgaba en una carrera hacia el éxtasis. Se olvidó de quién era, de su trabajo, de sus amistades y del telediario que solía ver. En ese momento, solo le importaba continuar deslizándose sobre las sábanas de satén y encendiendo su cuerpo.

Casi se había olvidado de la chica de la cabellera pelirroja, que les observaba mientras jugaba con la tela de su picardías granate. Sin previo aviso, se acercó a ellos y besó con rudeza al albino. Primero atrapó su boca y después fue descendiendo al cuello, donde le mordió con sus colmillos de plástico. La sangre caía con fluidez y teñía su pálida piel, pero ella no despegaba sus labios de la herida, cada vez más profunda. Carla llegó a pensar que los colmillos podían ser reales, pero resultaría de lo más extraño. Extraña… así se sentía al inicio de la noche. Casi ya ni se acordaba de su aspecto recatado y de su nerviosismo mientras caminaba por las oscuras calles. Se había olvidado de todo, pero ahora volvía a ver a esa chica tímida escondida en un grueso abrigo gris. Poco a poco, la Carla desnuda y erótica empequeñecía un poco más y lo que veía a su alrededor le resultaba cada vez más macabro. Los colmillos, la sangre borboteante… ¿y si eran reales? Decidió levantarse pero el joven de los cuernos, que seguía abrazándola, le sujetó con fuerza el brazo. Su mirada era espeluznante. Carla trató de librarse de él porque quería escapar de allí. El chico albino había empezado a gritar, aunque eran alaridos débiles y lastimeros, porque apenas le quedaban fuerzas. No, no podía ser algo preparado, tenía que ser real. Lo que había comenzado siendo una fantasía sexual había desembocado en una pesadilla de la que no podía escapar. Trató de librarse de las fuertes manos que la sujetaban, pero era incapaz. Quería gritar, pero tampoco podía. Las lágrimas se deslizaron por su rostro sin maquillar y el terror se instaló en su pecho. Ya ni siquiera podía moverse, estaba completamente paralizada. Estaba viendo morir a una persona de la forma más cruel y sanguinaria que podía haber imaginado. Cerró los ojos con fuerza, tratando de escapar de ese lugar, y se mordió el labio inferior embargada por el pavor. No tardó en sentir el metálico sabor de la sangre sobre su lengua, lo que le provocó náuseas. Tragó saliva, intentando librarse de esa sensación y, armándose de valor, abrió los ojos. Ante ella yacía el chico albino con el que había compartido más que palabras con gran parte de su sangre derramada sobre su lechoso pecho y con los ojos claros abiertos de par en par en un gesto de horror. Eso sí, no había ni rastro de ella. Ni siquiera tuvo tiempo para parpadear una vez más. Sintió una nueva presencia a su lado que le demostró, en poco más de un segundo, que nada es lo que parece y que sus colmillos no eran precisamente de plástico.

‘No soples mis velas en Halloween’ (Parte 3)

Summer estaba tan ensimismada en sus pensamientos, reconstruyendo en su cabeza la tragedia de la familia Thomas como si de una película de Hitchcock se tratara, que se llevó un buen susto cuando Alice le puso delante de sus narices una apetitosa tarta salpicada de finas velas encendidas.
– Un cumpleaños no es un cumpleaños de verdad sin un buen pastel- rió Alice mientras le guiñaba un ojo.
– Gracias, chicos, es todo un detalle- Summer estaba cortada y agradecida a partes iguales.
La tarta, redonda y de color naranja, tenía una pinta estupenda. Sus amigos comenzaron a cantar las típicas canciones de cumpleaños mientras ella observaba las largas velas blancas, que parecían los finos dedos de un pianista.

Aplausos. “Vamos, pide un deseo, Sum”. Risas.
“Bien”, pensó Summer, “Mi deseo está bastante claro”.
Antes de soplar las velas, quiso dejarle claro a Bryan lo que había pedido y le miró por última vez. Por última vez de verdad.

Frío. Oscuridad. Silencio.

Summer miró a un lado y a otro, pero no veía nada. Una especie de corriente de aire había apagado todas las velas del salón, incluidas las de su pastel de cumpleaños. Y por lo que parecía, también había apagado las voces de sus amigos.
– ¿Chicos? ¿Qué ha pasado? ¿Tenéis una linterna o algo así?
Más silencio.
Summer empezó a ponerse nerviosa. ¿Por qué ninguno de sus amigos respondía?
– Si esto es una broma, no es gracioso. No me gusta la oscuridad.
Ni un solo sonido, ni un solo susurro, ni una sola respiración.
– Joder, no tiene gracia. ¿Estáis bien?
El frío invadió su cuerpo, cada poro de su piel. ¿De dónde procedía? Alguien debía haber abierto la puerta, pues el salón carecía de ventanas. Sin embargo, la luz de la luna llena no se filtraba por ningún lugar.
– ¿Alice? ¿Rachel? ¿Ed? ¿Dan? ¿Br-Bryan?
Dios, ¿acaso se habían marchado? ¿Y quién había apagado las velas? Parecía que sus amigos se habían esfumado. No oía nada, ni siquiera una risita nerviosa o unos pasos. Sin embargo, notó una presencia muy cerca de ella que intensificó el frío que sentía en el cuerpo. Y sabía que no eran sus amigos.
– ¿Quién anda ahí?
La angustia se apoderó de ella. Sabía que algo malo estaba pasando. Ya no notaba la extraña presencia junto a ella, pero seguía helada de frío. Y seguía sin escuchar a sus amigos. Quería luz. Y entonces recordó que, aunque no tenía mechero ni linterna, se había traído el móvil. Sí, eso serviría. Hurgó a tientas en su mochila, pero el móvil no estaba allí. Palpó su cartera, las llaves, un espejo, pero no el maldito móvil.
– Joder, joder, JODER.
No lo soportaba más. Las lágrimas se deslizaban sobre sus mejillas y estropeaban su maquillaje. Le escocían los ojos. Respiraba entrecortadamente, intentando olvidar el frío y el miedo. ¿Qué estaba sucediendo? Estaba atrapada en la oscuridad. Y nadie parecía percatarse de sus sollozos. Pero, cuando creyó que todo estaba perdido, sus dedos acariciaron una superficie muy lisa. ¡La pantalla del móvil! Rezó que tuviera batería y que sus nervios le permitirían desbloquearlo.
– Oh, sí. ¡¡¡SÍ!!!

Luz. No demasiada, pero la suficiente. Estaba salvada. Apuntó con el móvil hacia sus amigos, esperando verles conteniendo la respiración y la risa por la broma que le estaban gastando. Pero no vio nada. No estaban allí.
– Cabrones…- murmuró Summer contrariada.
Sabía que sus amigos tenían sentido del humor, pero esta vez se habían pasado. No tenía gracia. Se sintió idiota por llorar y por haberse agobiado tanto. Le parecía increíble haber pasado tanto miedo por una broma pesada como esta después de haber visto tantas pelis de terror. Comenzó a ponerse en pie y su móvil alumbró más abajo, al suelo.
– …

Summer estaba petrificada. Sus amigos no se habían marchado. Al menos, no Alice. Su mejor amiga estaba allí, tumbada sobre el improvisado mantel, y allí había estado todo el tiempo. Sonreía. Tenía la mirada perdida (y vacía). Estaba muerta. Lo supo por el hilo de sangre que escapaba de su congelada sonrisa, de su última sonrisa. Movió el móvil un poco más, enfocando el cuerpo de su amiga. Su ropa estaba rasgada y bañada en sangre, sangre que seguía borboteando de su interior. Una vez más, movió su móvil. Rachel también yacía en el oscuro mantel, pero no sonreía. Sus ojos estaban cerrados y los párpados presentaban algunas salpicaduras de sangre. No enfocó el cuerpo, pues sabía lo que se encontraría. Giró su móvil. Ed y Dan, tumbados muy juntos, parecían mirarse. Pero sus ojos no tenían vida. Y otra vez más, movió su móvil. ¿Tendría fuerzas para soportalo? Oh, Bryan. Al igual que sus compañeros, estaba muerto. Su mirada era triste. Parecía resignado ante la muerte. Disfrazado de uno de los psicópatas más peligrosos, Hannibal Lecter, había sido él al que habían abierto en canal, al que le habían arrebatado la vida con una brutalidad inhumana. Inhumana… Sum giró el móvil una vez más, aunque sabía que al lado de Bryan no había nadie. ¿O sí?
– ¡NO!

No le importó la oscuridad. Se olvidó de sus fobias, del miedo y hasta del dolor por lo que acababa de ver. Sus amigos estaban muertos, habían muerto ante sus narices y no sabía cómo. Bueno, ahora sí. No sabía donde había caído su móvil ni si se había roto, pero no importaba. Summer corrió y corrió, intentando liberarse de ese frío, de esa angustia. El salón parecía interminable. No sabía si llegaría a la puerta, si podría escapar, si él no se cruzaría en su camino. No sabía absolutamente nada, solo que en toda su vida había corrido tanto como en ese momento. Ni siquiera cuando jugaba a las carreras de relevos en el patio ni cuando quería estar en primera fila en el concierto de Green Day del año pasado. Extendió los brazos hacia delante y, sin previo aviso, sus manos chocaron contra un muro. No, no era un muro, era el portón de aquella odiosa mansión. Empujó. El fulgor de las estrellas se coló por la pequeña apertura, que poco a poco se hizo más grande. Summer no miró atrás. Al menos, no hasta que hubo atravesado el tétrico jardín, que se le antojó absurdamente grande. Entonces sí que se atrevió a dedicar una última mirada a la casa, insultantemente silenciosa. Memorizó cada detalle de la fachada, cada arista, cada cristal roto, cada brizna de hierba. Quizá solo así podría borrar de su mente el rostro de Dick junto al cadáver de Bryan, sonriente, insolente, fantasmal. Aquel estúpido niño se había ensañado a gusto y se había divertido de lo lindo. Al fin y al cabo, él también nació un 31 de octubre.

– (Parte 1) ‘No soples mis velas en Halloween’

– (Parte 2) ‘No soples mis velas en Halloween’

‘No soples mis velas en Halloween’ (Parte 2)

– Ya hemos llegado, Sum.
Alice estaba emocionada, era algo evidente en su voz. Se notaba que ella había sido la que se había encargado de todo, como todos los años. Le encantaba organizar fiestas y eventos, sobre todo para la que era una de sus mejores amigas. Summer sonrió. Era perfecto.
– Gracias, Alice. Gracias, chicos.
Y no pudo evitar mirarle. Bryan le devolvió la mirada y sonrió también. Todo estaba yendo como la seda.

La casa era enorme y presentaba un aspecto verdaderamente lúgubre. El tejado de pizarra azul estaba plagado de enredaderas que habían trepado por los grises y viejos muros. El paso del tiempo había roto los cristales de algunas de las ventanas, tras las que se podía entrever una tintineante luz.
– ¿Hay alguien?- preguntó Summer algo nerviosa.
– Espera y verás- respondió Rachel guiñándole un ojo.

Tras atravesar el ondulante sendero de piedra flanqueado por setos silvestres y hierbajos, Ed empujó el gran portón de madera, que se abrió lentamente emitiendo crujidos. El enorme salón estaba totalmente iluminado por decenas de velas de todos los tamaños y colores, que dejaban ver la elegante escalera de caracol de la mansión y los inquietantes retratos de los grandes cuadros. En el centro de la estancia estaba extendida una especie de mantel o sábana de color negro y grandes dimensiones, sobre el que descansaban vasos de plástico y algunas bolsas de patatas fritas y palomitas. Summer no podía creer lo que veía. ¡Le encantaba! Todo era tan tétrico y excitante… Sin duda, la mejor fiesta de cumpleaños de su vida.

Sentados alrededor del mantel, los amigos brindaron con cerveza y zumo de calabaza.
– ¡Por Summer! – entonó Alice alzando su vaso.
– ¡Por Summer!- coreó el resto mientras bebía.
– Gracias, chicos, de verdad. Me conocéis muy bien y ni os tengo que decir que me ha encantado la sorpresa. Jamás pensé que celebraría mi cumpleaños en una casa abandonada, en esta casa abandonada.
Y es que la propiedad en la que estaban tenía su historia y todo el pueblo la conocía. Nadie osaba acercarse mucho a los límites de la casa, pero Summer siempre había soñado con atravesar sus puertas y poder pasar un tiempo en uno de los lugares más emblemáticos y misteriosos de la zona. En los años 50, una humilde familia proveniente de Texas compró la propiedad, que había sido construida hacía apenas cinco años y su antiguo dueño, profesor de Matemáticas y escritor a partes iguales, se veía obligado a venderla por no poder seguir pagándola. La familia texana no podía creer en su suerte: había comprado una mansión maravillosa a un precio de risa. De hecho, decoraron la casa lo más suntuosamente que podían permitirse e, incluso, compraron en una subasta unos viejos cuadros de retratos de una antigua familia de aristócratas ingleses para otorgarle un aspecto más lujoso. Los primeros meses fueron maravillosos. El padre, Ronald Thomas, abrió una tienda de comestibles a las afueras del pueblo y el aspecto pintoresco del comercio atrajo a muchos clientes. Gina, la madre, se encargó de que la casa estuviera siempre perfecta y de que cada uno de sus recovecos brillara como el oro pulido. Y Dick, el pequeño de la casa, rápidamente se hizo muchos amigos en la escuela. Sin embargo, al cabo de unos seis meses, la suerte de la ilusionada familia comenzó a cambiar…

Todo ocurrió una tarde de otoño en la que el sol hacía compañía a un cielo blanquecino. Gina se había puesto su mejor vestido, el de color esmeralda, y también las perlas que le había regalado Ron en su décimo aniversario de boda. Había invitado a unas vecinas a tomar café y pastas, y tenía que estar perfecta. Acostumbrada a la dura vida campestre de Texas y a sus interminables y ardientes días en la granja, Gina no cambiaría su nuevo estilo de vida por nada del mundo. Era de esas personas a las que les encantaba aparentar, y ahora que tenía la oportunidad (una mansión enorme, melena de peluquería y trufas heladas en la nevera), no pensaba desaprovecharla. Tras repasarse los labios con su nueva barra color fresa, salió de su habitación para buscar al pequeño Dick.
– Dick, cariño, ahora quiero que bajes a saludar a las invitadas y después regreses a tu habitación a jugar. Y no me armes ningún escándalo, mi vida.
Al no obtener respuesta, la buena mujer fue hasta la habitación del niño, que seguramente estaría imaginando mil historias con sus muñecos de trapo y su tren de madera como cualquier otro niño de seis años. Al entrar en el dormitorio de paredes azules, Gina emitió el grito más desgarrador de su vida. Desde la colorida alfombra en forma de estrella, Dick observó a su madre con una macabra sonrisa salpicada de la sangre que fluía del cuerpo de una pequeña ardilla que yacía muerta sobre su regazo. Las manos de Dick, ensangrentadas, aún seguían escarbando en el cuerpo abierto y desgarrado del roedor. Gina no creía lo que estaba viendo, no podría creer que su adorado niño estuviera despedazando un animal con sus propias manos, unas manos diminutas que acostumbraban a mancharse de chocolate o ceras de colores y no de espesa y oscura sangre. Pero no tuvo más tiempo para pensar ni para entender qué habían hecho mal ella y Ronald al educar al pequeño. Solo él, Dick, supo cuáles fueron las últimas palabras de su madre.

La encontraron muerta, con la boca desencajada y los ojos claros abiertos de par en par, tendida sobre la infantil alfombra junto a la ardilla destripada. Su vestido verde se había teñido en algunas partes de color escarlata. Esta horrible escena era obra, nada más y nada menos, que de Dick, que se había precipitado por la ventana tras matar a su madre, pereciendo en el acto. Ni la policía ni nadie en absoluto sabía cómo un inocente niño de seis años había conseguido rasgar la piel de su madre y del pobre animal con sus pequeñas y suaves manos. Cuando Ronald recibió la llamada de los agentes policiales, que le pidieron que acudiera a su domicilio inmediatamente, jamás se imaginó que su mujer y su hijo estarían muertos. Sus gritos y sollozos se escucharon en toda la calle. El hombre quedó tan traumatizado que, apenas un mes después de la tragedia, lo encontraron colgado de su corbata en la lámpara de su tienda, mientras el letrero de “Closed” continuaba balanceándose como intentando lanzar un aviso a los que caminaban de forma apresurada y distraída ante el acristalado comercio.

– (Parte 1) ‘No soples mis velas en Halloween’

– (Parte 3) ‘No soples mis velas en Halloween’

‘No soples mis velas en Halloween’ (Parte 1)

Es curioso que una chica obsesionada con Halloween se llamara Summer. Era un nombre demasiado cursi, demasiado alegre, demasiado color pastel. Pero todos los que la conocían sabían que nada tenía que ver con su personalidad. No es que fuera una emo ni nada de eso, pero sí era una chica un poco siniestra. No, no solo era porque escuchara heavy metal, pues eso era algo que tenía en común con muchos adolescentes de Sparks Town, ni porque llevara pintas extrañas (de hecho, su pelo era “normal”, castaño oscuro, y no se pintaba las uñas de negro ni vestía con túnicas o corsés). Simplemente, Summer sentía debilidad por los libros de terror, por las leyendas urbanas y por las criaturas sobrenaturales. Ah, y por Halloween, tenebrosa celebración que coincidía exactamente con su cumpleaños. De hecho, le encantaba celebrar su nueva edad con un maratón de pelis de terror con sus amigos o invocando a los espíritus a través de la ouija. Lo que no se esperaba es que lo mejor llegaría cuando cumpliera los 19 años…

– Venga, Sum, anímate. Lo vamos a pasar bien y es Halloween. Y es tu cumpleaños.
– Ya lo sé, Alice, pero no te miento cuando te digo que no me encuentro muy bien. Sigo algo resfriada todavía.
– Joder, Summer, no seas gallina. Esta noche vamos a ir a recogerte quieras o no, así que prepara tu mejor disfraz y tu sonrisa más arrebatadora. Porque va Bryan, no sé si lo sabes.
– ¿Bryan? ¿No estaba en Alaska con sus padres?
– Sí, pero ya ha vuelto. Por Halloween. Por tu cumpleaños, tonta. ¿Vas a desaprovechar esta oportunidad?
Summer se mordió el labio inferior mientras jugaba con el cable del teléfono. Sí, todavía usaba un teléfono “antiguo”, de esos que tienen cables y carecen de pantalla. Tras observar sus calcetines de Jack Skellington durante cinco segundos, carraspeó y con voz firme pero divertida dijo:
– Pues claro que iré, Alice. Si sobreviví a diez picaduras de abeja cuando tenía 6 años, ¿qué puede fallar ahora?

Después de muchos retoques, por fin estaba lista. Dios, estaba increíble. No es que se sintiera precisamente sexy, pero Summer pensaba que Halloween no era una festividad para vestirse de vampiresa porno o de brujita juguetona. Había que dar miedo. Y ella, con su melena alborotada y encrespada, con los jirones de piel (de silicona) cayéndose de su rostro y con sus ojos inyectados en sangre, lo inspiraba. Tras dar gracias a Youtube por los fantásticos tutoriales de maquillaje y caracterización que había encontrado, cogió las llaves y salió a la calle. Pensó que sus amigos no tardarían demasiado, y no se equivocó. En apenas dos minutos, vislumbró cinco sombras difusas al final de la calle. A medida que se acercaban, los reconoció a todos, a pesar de los disfraces. Estaba Alice, por supuesto, perfecta de muñeca diabólica con sus dos trenzas rojizas, su corta estatura y su vestido ensangrentado. Los gemelos Ed y Dan no se habían esmerado demasiado: Ed se había cubierto de papel higiénico en un intento de momia y Dan había pringado de gomina su ya de por sí grasiento pelo color trigo, peinado que acompañado de una capa roja demasiado corta y unos colmillos de plástico, le daban el aspecto del vampiro menos terrorífico del mundo. Rachel, sin embargo, estaba increíble con su disfraz de novia cadáver de Tim Burton, sobre todo porque tenía unos ojos enormes y aspecto frágil como la protagonista de la película. Y por último estaba él, Bryan. Sus ojos azules brillaban desde lejos y eran tan dulces que su máscara de Hannibal Lecter parecía menos macabra. Summer sonrió y él le devolvió la sonrisa, haciendo que se sintiera la zombie más dichosa del mundo.

Tras las felicitaciones y los abrazos, el grupo de amigos empezó a caminar por las empedradas calles de Sparks Town. Casi todas las casas estaban decoradas con telarañas de algodón, gatos negros petrificados y siniestros espantapájaros, recibiendo a grupos de niños (y no tan niños) que buscaban llenar sus coloridas bolsas de dulces y chocolatinas. Summer miró la escena con nostalgia, sintiendo que sus recién estrenados 19 años le pesaban más que nunca. Aun así, aunque ya no tuviera edad para asustar al vecindario e hincharse a caramelos, se lo estaba pasando bien. No sabía adónde le llevaban sus amigos, que se miraban entre sí y compartían risitas cómplices. Sentía un cosquilleo en el estómago y se moría de ganas por descubrir la sorpresa que le habían preparado. Lo que nunca se imaginó, es que llegaría a arrepentirse de sus deseos…

– (Parte 2) ‘No soples mis velas en Halloween’

– (Parte 3) ‘No soples mis velas en Halloween’

Muñecos rotos

Danny. ¿Cómo olvidarse de él? Sus facciones perfectas y sus ojos color celeste le hacían parecerse a Paul Newman en ‘El buscavidas’. Tenía carisma, gracia y estilo. Poseía ese tipo de magnetismo propio de las estrellas de cine y de personas triunfadoras. Siempre vestía impecable: Dockers en tonos tierra, camisas de seda y sencillas corbatas perfectamente anudadas. De vez en cuando, completaba su apariencia de rompecorazones elegante con un fino cigarrillo que descansaba en su sonrisa irónica y divertida. Pero lo cierto es que lo mejor de él era que siempre sabía que decir. Nunca se quedaba callado ni titubeaba ni enrojecía. Su suave voz dibujaba palabras con firmeza y decisión. Su poder de convicción era considerable. Su encanto, innato.

George. Un británico absorbido por las calles de Nueva York. Un gentleman de los de antes, un amante de los de ahora. Su cabello color azabache siempre lucía los peinados más cuidados y modernos. Sentía predilección por los jerséis y los mocasines. No podía salir de casa sin perfume y sin su gabardina estilo Sherlock Holmes. Amaba el arte y el cine. Sus modales eran propios de la aristocracia. Era un joven único, distinguido y atrevido a partes iguales.

Dylan. Su habitación estaba plagada de pósters de Tony Hawk. Tenía dos grandes tesoros: su perrita Nancy y su tabla de skate. Le encantaban las sudaderas grises, que hacían juego con sus ojos. No le gustaba el café, pero tampoco el té: prefería un buen vaso de leche con galletas o cereales de maíz. Solía recorrer la ciudad sobre su tabla o en bicicleta, sintiendo los rayos del sol sobre su desgastada gorra. Era reservado, aunque gracioso y divertido cuando tenía que serlo.

PierreEl canadiense más caradura del planeta. Guitarrista en una banda de punk-rock. Ojos azules, cejas espesas y Converse desgastadas. Era capaz de engatusar a cualquiera con sus chistes malos y tocando un par de acordes en su vieja Fender Stratocaster. Se sentía invencible cada vez que veía su película favorita: ‘Regreso al futuro’.

Scott. Siempre había sido un empollón con clase. Su hábitat natural era la biblioteca, aunque también solía pasear con su dálmata Tom, sobre todo en otoño. Tenía la sonrisa más dulce de toda la ciudad y sus ojos almendrados e inocentes también ayudaban. Era el compañero perfecto para pasar una tarde agradable y tranquila. Aunque por su aspecto no lo pareciera, su estilo musical favorito era el heavy metal.

Nombres, nombres sin más sentido ni contexto. Sarah no quería entretenerse demasiado en su paseo diario por sus recuerdos, algunos cercanos y otros no tanto. Con cada uno de esos chicos maravillosos y tenebrosos a partes iguales, había vivido momentos extraordinarios. Todos eran muy diferentes entre sí, pero tenían en común un carácter especial, un poder de atracción implícito, una energía viva y sensual. Sin embargo, la vida se empeñaba en que las cosas no le salieran bien. Con Danny, por ejemplo, todo iba viento en popa: se conocieron en el estreno de una famosa obra de teatro y, desde ese momento, no se separaron. La tensión sexual entre ambos era evidente, pero supieron controlarse como buenos semiadultos de veinte años que eran. Pero Sarah acabó aburrida de los calculados gestos de él, de sus americanas siempre pulcras e impecables, de su dentadura de spot televisivo. Apenas un año más tarde, llegó George. Había abandonado tierra británica para cruzar el océano y matricularse en un caro curso sobre diseño en Nueva York. La primera vez que se vieron estaban en la calle, frente al admirado escaparate de Prada. En cuanto se miraron, supieron que vivirían meses de auténtica pasión e interesantes conversaciones a la luz de las velas u observando el cielo nocturno y misterioso. Sin embargo, Sarah quería probar algo nuevo y lo encontró en los brazos tatuados de Dylan, con el que aprendió a hacer pompas de chicle y a hacer skate -en nivel muy principiante, todo hay que decirlo-. Pero al asistir a un concierto de un grupo de rockeros desconocidos pero con ganas de devorar el escenario -y el mundo-, Sarah cayó en las redes de Pierre, el guitarrista con los hoyuelos más deseados de todo el país. Si no fuera porque casi no podía aguantar el ritmo de «sexo, drogas y rock and roll» que el joven le ofrecía, se habría quedado con él para siempre. Pero lo que ella necesitaba era estabilidad y la encontró en Scott, un simpático estudiante de Ingeniería Aeronáutica que parecía no haber roto un plato en su vida. Pero ni los besos ni las caricias de ninguno de estos muchachos enamorados de las mismas curvas femeninas consiguieron que se centrara y volviera a creer en la magia del destino. Al menos, hasta que llegó él.

Patrick. Tenía una cabellera envidiable, un pelo sedoso y oscuro, casi tan suave como su aterciopelada piel. Sus ojos eran tan verdes que recordaban a los prados irlandeses de los que procedía parte de su familia, aunque él nació y se crió en Chicago y finalmente se fue a vivir a Nueva York para hacer realidad sus sueños. Tenía muchos sueños, pero uno de ellos era encontrar a una mujer delicada pero fuerte, elegante pero sexy, bonachona pero con carácter. Y el rostro ovalado de Sarah apareció como por arte de magia, como por un milagro obrado por el caprichoso destino. Esta vez, Sarah sentía que merecía la pena pasar la noche en una cama ajena si pertenecía a un tipo como Patrick. Con él, se sentía una persona más activa y feliz. No solo podía desnudar sus sentimientos en su presencia, sino que se reía mucho con sus ocurrencias y con la forma en la que se le iluminaban los ojos cada vez que contaba una anécdota.

Sarah. Desde que era una niña, pensó que lo peligroso era muy tentador. Leía historias de vampiros desde los cinco años y su sueño era convertirse en una detective profesional. Aunque no pudo cumplir sus deseos, Sarah había alcanzado otra de sus metas: encontrar su alma gemela. Porque era evidente que Patrick era su alma gemela. Disfrutaba hablando con él y hasta cuando discutían, siempre de forma muy acalorada, tan acalorada como sus ardientes reconciliaciones. Ese ventoso día de octubre, Sarah se repasó los labios con la barra color granate. Dejó que sus ojos marinos atravesaran el cristal del ascensor mientras daba gracias de nuevo porque Patrick, el bueno de Patrick, se hubiera cruzado en su camino. Y ya no solo era porque se sentía muy a gusto a su lado y porque le encantaba que el aroma de su perfume impregnara su ropa, sino porque ya estaba cansada. Estaba cansada de los otros chicos, de los otros nombres. Estaba cansada de sus manías y de sus risas, siempre algo escandalosas. Pero, sobre todo, estaba cansada de mancharse las manos de sangre. Y es que, hasta una buena y bonita señorita americana como ella, sabía cuándo y cómo tenía que deshacerse de lo que ya no le convenía. Sin dudas, sin vacilación. Sin miedo, sin temor. Con valentía, con decisión. Con destreza en armas blancas y con poco corazón.

Memorias de África

Desde siempre, mi sueño había sido viajar a África. Ni siquiera tenía un país favorito, simplemente quería penetrar en el continente que me apasionaba. De niña, podía pasarme horas viendo documentales sobre elefantes que parecían hechos de roca y sobre tribus que invocaban a sus dioses en medio de la sabana. Jamás imaginé que unos años más tarde -en concreto, al cumplir los 22 años-, estaría montada en un Land Rover Santana junto a un guía menudo, pelirrojo y de ojos saltones que me explicaba el ciclo reproductivo de los leones. Sin embargo, yo no le prestaba atención. Su explicación era interesante, pero podía encontrarlo en los libros y enciclopedias. No obstante, lo que mis ojos veían en ese momento, no podría consultarlo en otro sitio jamás. No quería perderme un solo detalle del paisaje, de las altas hierbas doradas que casi tocaban el abrasador sol. Tampoco quería dejar de mirar a algunos animales que surgían de los recovecos naturales, como los guepardos acechantes o los curiosos suricatos. Era mi oportunidad para disfrutar de un lugar fascinante, y todo gracias a mi esfuerzo. Desde los 17 años estuve vagando de trabajo en trabajo -desde dependienta de una tienda de ropa hortera hasta repartidora de pizzas- para ahorrar para este viaje. Me había privado de muchas cosas, pero tenía la oportunidad de disfrutar de una más o menos larga estancia en mi anhelado destino. Sin embargo, hubo cosas en las que nunca pensé cuando hojeaba libros de National Geographic o veía «El rey león»…

Todo comenzó la tercera noche. Me alojaba en una humilde pensión en un pequeño poblado junto a la selva. De hecho, cuando salía al balcón -algo que hacía poco debido a que mi pálida piel es un imán para los mosquitos de todas las nacionalidades y razas-, podía ver la silueta de la jungla e imaginar lo que se escondía en esa negrura. Pensaba en todo tipo de animales y extravagantes insectos, cuyo pensamiento era confirmado por los sonidos que emitía aquella masa de árboles difuminados. Sin embargo, aquella tercera noche, un ruido muy distinto me sobresaltó. Jamás había escuchado nada igual, ni siquiera en películas de terror, y creedme cuando os digo que he visto muchas. Fue mucho más que un grito. Fue un alarido que me heló la sangre y me dejó petrificada. De hecho, pensé en meterme en la cama de madera de acacia y no abrir los ojos hasta la mañana siguiente, en la que me esperaba una visita a unas famosas cuevas del lugar. Sin embargo, si por algo había acudido a África era por su magia, y no podía quedarme con los brazos cruzados ante aquel sonido, que no parecía volver a repetirse. ¿Habría alguien en peligro? Porque lo que estaba claro es que no se trataba de ningún animal, sino de un grito humano. Y, al final, resulta que acerté. Bueno, en todo menos en lo de humano.

Cuando me quise dar cuenta, mi pijama de franela yacía sobre la cama. En su lugar, me había enfundado en unos vaqueros «pesqueros» y una sencilla camisa blanca. Me recogí la melena castaña en una sencilla trenza, para que el pelo no me estorbara en mi «misión». Sí, iba a salir del hotel, acercarme a la selva y… entrar en ella. No, no iba a avisar a nadie. ¿De qué me serviría un estúpido guía irlandés que todo lo que sabía de África era gracias al Discovery Channel? Podía valerme por mí misma y era la ocasión de demostrarlo. Aquel grito había sido algo magnético para mí y quería descubrir de qué se trataba por mis propios medios. Sin apenas titubear, salí de la pensión y, al instante, la humedad del ambiente me azotó el rostro. Tardaría en acostumbrarme al clima, no cabía duda. Me planté durante medio minuto frente a la jungla y mis ojos se perdieron entre las sombras. Los árboles tapaban el estrellado cielo y los sonidos de reptiles y animales salvajes resonaban entre los árboles, las rocas y las lianas. Pero eso no me amedrentó. Más bien me dio fuerzas para seguir y creer en mí misma por una vez en la vida.

Al principio, tuve miedo. Sería de locos no admitirlo. De hecho, se me pasó por la cabeza la idea de darme la vuelta y regresar al poblado antes de que fuera demasiado tarde y me perdiera en aquella espesura. Sin embargo, una parte de mí me decía que tenía que seguir, que era por eso por lo que había recorrido tantos kilómetros. Mis piernas parecían caminar solas y saber dónde ir, aunque realmente yo no tenía ni idea de qué camino tomar. Estaba tan distraída con mis pensamientos y divagaciones, que tardé bastante en darme cuenta de algo: el silencio. Os puedo asegurar que, incluso de noche, la selva africana es un hervidero de siseos, chasquidos e incluso gruñidos. Pero en ese momento, no se escuchaba nada. Creo que el único sonido que me acompaña en mi hazaña era el crujir de las ramas bajo mis botas. Sin saber por qué, un sudor frío empezó a recorrer mi frente. Tuve la necesidad de mirar a mi alrededor, aunque lo cierto es que no tenía miedo de que aparecieran arañas venenosas, serpientes estranguladoras o fieras hambrientas. Tenía miedo a no saber lo que me acechaba. Porque estaba claro que algo me acechaba. Sí, algo me vigilaba desde las sombras y el inquietante silencio que se había instalado. Un silencio que se vio roto por un sonido todavía más extraño que el grito que había escuchado desde la posada. Era una especie de chasquido constante, como si un animal estuviera rumiando o saboreando algo de textura gelatinosa. Di un par de pasos más y el misterioso sonido se intensificó. Estaba cerca. Sin querer, tropecé con un pequeño tronco, pero no me llegué a caer, pues pude apoyarme en un grueso y nudoso árbol. Suspiré aliviada y levanté la vista y, cuando lo hice, desee no haberlo hecho jamás. Frente a mis desencajados ojos se encontraba la escena más escalofriante que jamás había presenciado. En una especie de claro, la luz de la luna llena incidía sobre un individuo muy particular. El individuo era negro y tenía su cuerpo escuálido flexionado sobre… algo. No podía verle el rostro, pero su abombada cabeza se movía rítmicamente mientras producía ese extraño y baboso sonido. Estaba… engullendo. Sí, no cabía la menor duda. No tuve tiempo de marcharme por donde había llegado, porque el hombre levantó la vista de golpe. Me quedé petrificada. Aquel «hombre» era más bien una criatura. Sus ojos, pequeños e inyectados en sangre, estaban clavados en mí. Su boca plagada de largos y afilados colmillos se torció en una sonrisa diabólica bañada en sangre. Las gotas le resbalaban por los gruesos labios y por la barbilla y caían sobre sus collares de huesos… ¿humanos? Dios mío. Cada segundo que pasaba, más horrorizada estaba. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Él seguía mirándome y su extraña mueca parecía ensancharse. Pero, esta vez, reaccioné. Giré sobre mis talones y eché a correr, aunque antes de alejarme para siempre de aquel monstruo, vi por el rabillo del ojo lo que estaba devorando. No, no era una gacela ni ningún otro tipo de animal. Era un ser humano. En concreto, un varón de despeinada cabellera anaranjada y pecoso rostro. Era… mi guía. O, más bien, lo que quedaba de él. Su rostro estaba desencajado y salpicado de su propia sangre, de la sangre que seguía emanando a borbotones de su pecho abierto en canal. De la sangre que aquel vampiro africano o demonio de la noche, sorbía con ansia. No sé si tuvo piedad de mí o si realmente no pudo alcanzarme, pero pude llegar al poblado y marcharme al día siguiente del continente al que siempre había amado y que había acabado horrorizándome. Meses después he podido autocontestarme: no tuvo piedad alguna de mí. De haberla tenido, no me visitaría cada noche en mis pesadillas.