Listen

Sandy estaba feliz y últimamente era difícil que eso ocurriera. Habían pasado siete meses desde la muerte de su hermano, pero aún no había podido superarlo. Brandon no solo era su hermano, sino su amigo, un compañero apenas unos minutos mayor que ella. Era su hermano mellizo y no se hacía a la idea de no escucharle tararear canciones de Linkin Park en la ducha, de no pelearse con él por quedarse con la mejor parte de la empanada de mamá, de no ver los hoyuelos que surgían en su rostro juvenil siempre que reía. Llevaban dieciocho años compartiendo experiencias y ahora ya no quedaba nada. Fue la propia Sandy quien encontró su frío cadáver sobre la alfombra de su habitación. Llevaba su camiseta favorita, la de la caricatura de Steve Jobs, y sus grandes cascos reposaban sobre sus orejas aún emitiendo sonidos amortiguados. Amaba la música y hasta la propia muerte le sorprendió escuchándola. Eso reconfortaba un poco a Sandy.

La cuestión era que, tras siete meses de noches sin dormir y lágrimas en los lavabos del instituto, Sandy se sentía preparada para pasar página. Había decidido entrar en la habitación de Brandon y echar un vistazo a sus cosas para bucear en los recuerdos. Todo estaba como el día que se fue, excepto su cadáver, claro. Sandy pensó en hojear un rato sus cómics, pero entonces vio sobre el escritorio la caratula de un CD. La portada era negra y unas letras verdes y difusas dibujaban la palabra “DANGER”. San no conocía el grupo, pero si le gustaba a su hermano, tenía que ser bueno. Brandon le había demostrado a lo largo de su vida juntos que tenía buen gusto musical (excepto cuando le dio por escuchar a Fall Out Boy, claro). La cuestión es que Sandy confiaba en él, y no solo musicalmente hablando, así que abrió la carcasa y sacó el CD, ligeramente desgastado por el uso.

Pulsó el botón del play de su discman y algo empezó a sonar. Parecía música, pero Sandy no está del todo segura. “Qué single tan extraño”, pensó. Gritos. Rasguños. “¿Qué diablos está sonando?”, gritó Sandy para sus adentros. Sintió el sudor frío, gélido, sobre su frente. Le faltaba el aire. Intentó gritar, pero no logró articular ni una sola palabra. Le ardía la garganta y le escocían los ojos. La música, si es que podía llamarse así, seguía sonando. Era desesperante. Ni siquiera sabía lo que estaba escuchando, pero no podía quitarse los cascos. Lo intentó, pero había algo que la retenía. Empezó a dolerle el pecho como si le estuvieran clavando un puñal oxidado. Sentía que su cuerpo se partía por la mitad y que su cabeza estaba a punto de reventar. Jamás había experimentado tanto dolor ni tanta desesperación. No había sangre ni heridas, pero ella sentía que se rompía por dentro, que la música la estaba destrozando. “Esta es la música que Brandon estaba escuchando antes de morir. Esta es la música que le mató”. Los pensamientos viajaron fugazmente por la mente de Sandy, pero ya era demasiado tarde.

Marcus atraviesa el umbral de la puerta con cierta timidez. La madre de Brandon y Sandy, con gesto triste e inexpresivo, le guía hasta la habitación. “Coge lo que quieras. Yo ya no quiero ver estos objetos. Yo la quiero a ella, y a él, y… ya no están”, le dice la desdichada mujer en tono frío, luchando por no derrumbarse. Marcus asiente con la cabeza un poco nervioso. Se siente un poco mal por estar allí, en la casa de sus vecinos muertos, pero la propia señora Nesbitt le ha pedido que echara un vistazo a las cosas de sus hijos y se llevara lo que quisiera. La vista de Marcus recorre las estanterías y ve de todo: cómics, libros, gorras… Y, entonces, ve el CD. “¿Seguro que no quieres llevarte nada más?”, pregunta indiferente la señora Nesbitt. Pero no hay nada que le interese más que el CD de ‘Danger’. No conoce al grupo, pero no le importa: el disco le ha hipnotizado y sabe que tiene que llevárselo, que es lo único que merece la pena de aquel solitario cuarto juvenil. “No, gracias, señora Nesbitt. Me llevo solo esto. Lo pondré esta noche en mi fiesta de cumpleaños en honor a Brandon y Sandy. Quiero que todos lo escuchen”.

La partida

Dicen que quién es desafortunado en el juego, tiene suerte en el amor. Ya os digo yo que eso es una auténtica patraña. Llevo toda la vida buscando el amor y lo único que he recibido son mentiras y algunas dosis de sexo. Ningún hombre era para mí o yo no estaba hecha para ningún hombre. Quizá por eso probé suerte con las mujeres, más dulces al sonreír y más lentas al besar. También falló. Creo que estoy condenada a caminar sola, a arroparme con mi propio abrazo, a dormir en una cama que se me antoja demasiado ancha. El destino así lo ha querido y yo no soy quién para llevarle la contraria.

Dicen también que, cuando uno está a punto de morir, ve pasar su vida en diapositivas. Las escenas se deslizan con rapidez, fundiéndose entre sí, emborronando recuerdos malos y buenos, desdibujando rostros amigos y amortiguando la voz de los eternos rivales. En mi caso, yo solo me he visto a mí. Me veo sentada en mi sillón rojo masticando palomitas dulces y observando con gesto aburrido los capítulos repetidos de ‘Twin Peaks’. Los vivos colores de la pantalla del televisor se reflejan en mi rostro cetrino y en el claro iris de mis ojos cansados. Jamás he visto una mirada tan triste como la mía. Incluso las prostitutas que pululan cada noche por mi calle desprenden más vida que yo. Pero eso no importa nada ahora que voy a perecer sobre un charco de mi propia sangre.

Nunca se me ha dado demasiado bien jugar al póker. Ya os dije que el amor y el juego no mantienen una relación inversa. Mi abuela, el ser más dulce que jamás he conocido, siempre nos ganaba al parchís. Era una vencedora nata, y eso no la impedía amar a mi abuelo con todas sus fuerzas. Yo, sin embargo, me siento como un ser inerte desplazado en un mundo vivo, de sentimientos que se me escapan. Mi boca está completamente seca porque desconozco las cartas de mis contrarios. En la mesa somos cuatro personas, si es que se nos puede denominar así. Primero estoy yo, una chiquilla impasible que en el fondo está temblando de miedo. A mi derecha está Rubí, la joven más despampanante que podáis imaginar. Creo que nunca he visto unos labios tan rojos como los suyos. Hay otra mujer más, Casandra, una mujer asiática silenciosa en el juego y fuera de él. Por último, cada vez que levanto la mirada me encuentro con el rostro de Gaspar, un hombre corpulento y de barba espesa. Sé que en su caro traje guarda un revólver que ha prometido disparar apuntando a mi cabeza si pierdo esta partida. Me estaría marcando un farol si os dijera que voy a sobrevivir. Casi puedo sentir el impacto de la bala en mi pálida frente, el peso de mis párpados muertos, la frialdad de mi piel sin vida. Pero no os voy a engañar: me lo he buscado yo misma. Soy yo la que ha escrito el final de su vida, un desenlace doloroso y agónico. Siempre me han gustado los dramas de Shakespeare y las películas de Tarantino, pues en ambos casos la sangre es siempre protagonista. Quizá por eso llevo puesto el vestido blanco que me regalaron mis padres cuando me licencié en Historia del Arte. Sé que el contraste con la textura y el brillo de la sangre será magnífico. Ahora me siento como uno de los macabros cuadros de Bacon o, mejor dicho, como una de las oscuras pinturas de Caravaggio. El fin está cerca. Llega el momento de descubrir las cartas. Primero es Rubí quién coloca las suyas sobre la mesa. Después, la impasible Casandra. Gaspar muestra las suyas, convencido de ser el vencedor. Yo desvelo las mías, convencida de perder en el juego y también en la vida. Él saca la pistola y me apunta con tranquilidad. Antes de que apriete el gatillo, yo le dedico una sonrisa igual de tranquila y, posiblemente, la primera sonrisa sincera de mi vida.

LEE LA SEGUNDA PARTE: El castigo

‘No soples mis velas en Halloween’ (Parte 3)

Summer estaba tan ensimismada en sus pensamientos, reconstruyendo en su cabeza la tragedia de la familia Thomas como si de una película de Hitchcock se tratara, que se llevó un buen susto cuando Alice le puso delante de sus narices una apetitosa tarta salpicada de finas velas encendidas.
– Un cumpleaños no es un cumpleaños de verdad sin un buen pastel- rió Alice mientras le guiñaba un ojo.
– Gracias, chicos, es todo un detalle- Summer estaba cortada y agradecida a partes iguales.
La tarta, redonda y de color naranja, tenía una pinta estupenda. Sus amigos comenzaron a cantar las típicas canciones de cumpleaños mientras ella observaba las largas velas blancas, que parecían los finos dedos de un pianista.

Aplausos. “Vamos, pide un deseo, Sum”. Risas.
“Bien”, pensó Summer, “Mi deseo está bastante claro”.
Antes de soplar las velas, quiso dejarle claro a Bryan lo que había pedido y le miró por última vez. Por última vez de verdad.

Frío. Oscuridad. Silencio.

Summer miró a un lado y a otro, pero no veía nada. Una especie de corriente de aire había apagado todas las velas del salón, incluidas las de su pastel de cumpleaños. Y por lo que parecía, también había apagado las voces de sus amigos.
– ¿Chicos? ¿Qué ha pasado? ¿Tenéis una linterna o algo así?
Más silencio.
Summer empezó a ponerse nerviosa. ¿Por qué ninguno de sus amigos respondía?
– Si esto es una broma, no es gracioso. No me gusta la oscuridad.
Ni un solo sonido, ni un solo susurro, ni una sola respiración.
– Joder, no tiene gracia. ¿Estáis bien?
El frío invadió su cuerpo, cada poro de su piel. ¿De dónde procedía? Alguien debía haber abierto la puerta, pues el salón carecía de ventanas. Sin embargo, la luz de la luna llena no se filtraba por ningún lugar.
– ¿Alice? ¿Rachel? ¿Ed? ¿Dan? ¿Br-Bryan?
Dios, ¿acaso se habían marchado? ¿Y quién había apagado las velas? Parecía que sus amigos se habían esfumado. No oía nada, ni siquiera una risita nerviosa o unos pasos. Sin embargo, notó una presencia muy cerca de ella que intensificó el frío que sentía en el cuerpo. Y sabía que no eran sus amigos.
– ¿Quién anda ahí?
La angustia se apoderó de ella. Sabía que algo malo estaba pasando. Ya no notaba la extraña presencia junto a ella, pero seguía helada de frío. Y seguía sin escuchar a sus amigos. Quería luz. Y entonces recordó que, aunque no tenía mechero ni linterna, se había traído el móvil. Sí, eso serviría. Hurgó a tientas en su mochila, pero el móvil no estaba allí. Palpó su cartera, las llaves, un espejo, pero no el maldito móvil.
– Joder, joder, JODER.
No lo soportaba más. Las lágrimas se deslizaban sobre sus mejillas y estropeaban su maquillaje. Le escocían los ojos. Respiraba entrecortadamente, intentando olvidar el frío y el miedo. ¿Qué estaba sucediendo? Estaba atrapada en la oscuridad. Y nadie parecía percatarse de sus sollozos. Pero, cuando creyó que todo estaba perdido, sus dedos acariciaron una superficie muy lisa. ¡La pantalla del móvil! Rezó que tuviera batería y que sus nervios le permitirían desbloquearlo.
– Oh, sí. ¡¡¡SÍ!!!

Luz. No demasiada, pero la suficiente. Estaba salvada. Apuntó con el móvil hacia sus amigos, esperando verles conteniendo la respiración y la risa por la broma que le estaban gastando. Pero no vio nada. No estaban allí.
– Cabrones…- murmuró Summer contrariada.
Sabía que sus amigos tenían sentido del humor, pero esta vez se habían pasado. No tenía gracia. Se sintió idiota por llorar y por haberse agobiado tanto. Le parecía increíble haber pasado tanto miedo por una broma pesada como esta después de haber visto tantas pelis de terror. Comenzó a ponerse en pie y su móvil alumbró más abajo, al suelo.
– …

Summer estaba petrificada. Sus amigos no se habían marchado. Al menos, no Alice. Su mejor amiga estaba allí, tumbada sobre el improvisado mantel, y allí había estado todo el tiempo. Sonreía. Tenía la mirada perdida (y vacía). Estaba muerta. Lo supo por el hilo de sangre que escapaba de su congelada sonrisa, de su última sonrisa. Movió el móvil un poco más, enfocando el cuerpo de su amiga. Su ropa estaba rasgada y bañada en sangre, sangre que seguía borboteando de su interior. Una vez más, movió su móvil. Rachel también yacía en el oscuro mantel, pero no sonreía. Sus ojos estaban cerrados y los párpados presentaban algunas salpicaduras de sangre. No enfocó el cuerpo, pues sabía lo que se encontraría. Giró su móvil. Ed y Dan, tumbados muy juntos, parecían mirarse. Pero sus ojos no tenían vida. Y otra vez más, movió su móvil. ¿Tendría fuerzas para soportalo? Oh, Bryan. Al igual que sus compañeros, estaba muerto. Su mirada era triste. Parecía resignado ante la muerte. Disfrazado de uno de los psicópatas más peligrosos, Hannibal Lecter, había sido él al que habían abierto en canal, al que le habían arrebatado la vida con una brutalidad inhumana. Inhumana… Sum giró el móvil una vez más, aunque sabía que al lado de Bryan no había nadie. ¿O sí?
– ¡NO!

No le importó la oscuridad. Se olvidó de sus fobias, del miedo y hasta del dolor por lo que acababa de ver. Sus amigos estaban muertos, habían muerto ante sus narices y no sabía cómo. Bueno, ahora sí. No sabía donde había caído su móvil ni si se había roto, pero no importaba. Summer corrió y corrió, intentando liberarse de ese frío, de esa angustia. El salón parecía interminable. No sabía si llegaría a la puerta, si podría escapar, si él no se cruzaría en su camino. No sabía absolutamente nada, solo que en toda su vida había corrido tanto como en ese momento. Ni siquiera cuando jugaba a las carreras de relevos en el patio ni cuando quería estar en primera fila en el concierto de Green Day del año pasado. Extendió los brazos hacia delante y, sin previo aviso, sus manos chocaron contra un muro. No, no era un muro, era el portón de aquella odiosa mansión. Empujó. El fulgor de las estrellas se coló por la pequeña apertura, que poco a poco se hizo más grande. Summer no miró atrás. Al menos, no hasta que hubo atravesado el tétrico jardín, que se le antojó absurdamente grande. Entonces sí que se atrevió a dedicar una última mirada a la casa, insultantemente silenciosa. Memorizó cada detalle de la fachada, cada arista, cada cristal roto, cada brizna de hierba. Quizá solo así podría borrar de su mente el rostro de Dick junto al cadáver de Bryan, sonriente, insolente, fantasmal. Aquel estúpido niño se había ensañado a gusto y se había divertido de lo lindo. Al fin y al cabo, él también nació un 31 de octubre.

– (Parte 1) ‘No soples mis velas en Halloween’

– (Parte 2) ‘No soples mis velas en Halloween’

‘No soples mis velas en Halloween’ (Parte 2)

– Ya hemos llegado, Sum.
Alice estaba emocionada, era algo evidente en su voz. Se notaba que ella había sido la que se había encargado de todo, como todos los años. Le encantaba organizar fiestas y eventos, sobre todo para la que era una de sus mejores amigas. Summer sonrió. Era perfecto.
– Gracias, Alice. Gracias, chicos.
Y no pudo evitar mirarle. Bryan le devolvió la mirada y sonrió también. Todo estaba yendo como la seda.

La casa era enorme y presentaba un aspecto verdaderamente lúgubre. El tejado de pizarra azul estaba plagado de enredaderas que habían trepado por los grises y viejos muros. El paso del tiempo había roto los cristales de algunas de las ventanas, tras las que se podía entrever una tintineante luz.
– ¿Hay alguien?- preguntó Summer algo nerviosa.
– Espera y verás- respondió Rachel guiñándole un ojo.

Tras atravesar el ondulante sendero de piedra flanqueado por setos silvestres y hierbajos, Ed empujó el gran portón de madera, que se abrió lentamente emitiendo crujidos. El enorme salón estaba totalmente iluminado por decenas de velas de todos los tamaños y colores, que dejaban ver la elegante escalera de caracol de la mansión y los inquietantes retratos de los grandes cuadros. En el centro de la estancia estaba extendida una especie de mantel o sábana de color negro y grandes dimensiones, sobre el que descansaban vasos de plástico y algunas bolsas de patatas fritas y palomitas. Summer no podía creer lo que veía. ¡Le encantaba! Todo era tan tétrico y excitante… Sin duda, la mejor fiesta de cumpleaños de su vida.

Sentados alrededor del mantel, los amigos brindaron con cerveza y zumo de calabaza.
– ¡Por Summer! – entonó Alice alzando su vaso.
– ¡Por Summer!- coreó el resto mientras bebía.
– Gracias, chicos, de verdad. Me conocéis muy bien y ni os tengo que decir que me ha encantado la sorpresa. Jamás pensé que celebraría mi cumpleaños en una casa abandonada, en esta casa abandonada.
Y es que la propiedad en la que estaban tenía su historia y todo el pueblo la conocía. Nadie osaba acercarse mucho a los límites de la casa, pero Summer siempre había soñado con atravesar sus puertas y poder pasar un tiempo en uno de los lugares más emblemáticos y misteriosos de la zona. En los años 50, una humilde familia proveniente de Texas compró la propiedad, que había sido construida hacía apenas cinco años y su antiguo dueño, profesor de Matemáticas y escritor a partes iguales, se veía obligado a venderla por no poder seguir pagándola. La familia texana no podía creer en su suerte: había comprado una mansión maravillosa a un precio de risa. De hecho, decoraron la casa lo más suntuosamente que podían permitirse e, incluso, compraron en una subasta unos viejos cuadros de retratos de una antigua familia de aristócratas ingleses para otorgarle un aspecto más lujoso. Los primeros meses fueron maravillosos. El padre, Ronald Thomas, abrió una tienda de comestibles a las afueras del pueblo y el aspecto pintoresco del comercio atrajo a muchos clientes. Gina, la madre, se encargó de que la casa estuviera siempre perfecta y de que cada uno de sus recovecos brillara como el oro pulido. Y Dick, el pequeño de la casa, rápidamente se hizo muchos amigos en la escuela. Sin embargo, al cabo de unos seis meses, la suerte de la ilusionada familia comenzó a cambiar…

Todo ocurrió una tarde de otoño en la que el sol hacía compañía a un cielo blanquecino. Gina se había puesto su mejor vestido, el de color esmeralda, y también las perlas que le había regalado Ron en su décimo aniversario de boda. Había invitado a unas vecinas a tomar café y pastas, y tenía que estar perfecta. Acostumbrada a la dura vida campestre de Texas y a sus interminables y ardientes días en la granja, Gina no cambiaría su nuevo estilo de vida por nada del mundo. Era de esas personas a las que les encantaba aparentar, y ahora que tenía la oportunidad (una mansión enorme, melena de peluquería y trufas heladas en la nevera), no pensaba desaprovecharla. Tras repasarse los labios con su nueva barra color fresa, salió de su habitación para buscar al pequeño Dick.
– Dick, cariño, ahora quiero que bajes a saludar a las invitadas y después regreses a tu habitación a jugar. Y no me armes ningún escándalo, mi vida.
Al no obtener respuesta, la buena mujer fue hasta la habitación del niño, que seguramente estaría imaginando mil historias con sus muñecos de trapo y su tren de madera como cualquier otro niño de seis años. Al entrar en el dormitorio de paredes azules, Gina emitió el grito más desgarrador de su vida. Desde la colorida alfombra en forma de estrella, Dick observó a su madre con una macabra sonrisa salpicada de la sangre que fluía del cuerpo de una pequeña ardilla que yacía muerta sobre su regazo. Las manos de Dick, ensangrentadas, aún seguían escarbando en el cuerpo abierto y desgarrado del roedor. Gina no creía lo que estaba viendo, no podría creer que su adorado niño estuviera despedazando un animal con sus propias manos, unas manos diminutas que acostumbraban a mancharse de chocolate o ceras de colores y no de espesa y oscura sangre. Pero no tuvo más tiempo para pensar ni para entender qué habían hecho mal ella y Ronald al educar al pequeño. Solo él, Dick, supo cuáles fueron las últimas palabras de su madre.

La encontraron muerta, con la boca desencajada y los ojos claros abiertos de par en par, tendida sobre la infantil alfombra junto a la ardilla destripada. Su vestido verde se había teñido en algunas partes de color escarlata. Esta horrible escena era obra, nada más y nada menos, que de Dick, que se había precipitado por la ventana tras matar a su madre, pereciendo en el acto. Ni la policía ni nadie en absoluto sabía cómo un inocente niño de seis años había conseguido rasgar la piel de su madre y del pobre animal con sus pequeñas y suaves manos. Cuando Ronald recibió la llamada de los agentes policiales, que le pidieron que acudiera a su domicilio inmediatamente, jamás se imaginó que su mujer y su hijo estarían muertos. Sus gritos y sollozos se escucharon en toda la calle. El hombre quedó tan traumatizado que, apenas un mes después de la tragedia, lo encontraron colgado de su corbata en la lámpara de su tienda, mientras el letrero de “Closed” continuaba balanceándose como intentando lanzar un aviso a los que caminaban de forma apresurada y distraída ante el acristalado comercio.

– (Parte 1) ‘No soples mis velas en Halloween’

– (Parte 3) ‘No soples mis velas en Halloween’

Muñecos rotos

Danny. ¿Cómo olvidarse de él? Sus facciones perfectas y sus ojos color celeste le hacían parecerse a Paul Newman en ‘El buscavidas’. Tenía carisma, gracia y estilo. Poseía ese tipo de magnetismo propio de las estrellas de cine y de personas triunfadoras. Siempre vestía impecable: Dockers en tonos tierra, camisas de seda y sencillas corbatas perfectamente anudadas. De vez en cuando, completaba su apariencia de rompecorazones elegante con un fino cigarrillo que descansaba en su sonrisa irónica y divertida. Pero lo cierto es que lo mejor de él era que siempre sabía que decir. Nunca se quedaba callado ni titubeaba ni enrojecía. Su suave voz dibujaba palabras con firmeza y decisión. Su poder de convicción era considerable. Su encanto, innato.

George. Un británico absorbido por las calles de Nueva York. Un gentleman de los de antes, un amante de los de ahora. Su cabello color azabache siempre lucía los peinados más cuidados y modernos. Sentía predilección por los jerséis y los mocasines. No podía salir de casa sin perfume y sin su gabardina estilo Sherlock Holmes. Amaba el arte y el cine. Sus modales eran propios de la aristocracia. Era un joven único, distinguido y atrevido a partes iguales.

Dylan. Su habitación estaba plagada de pósters de Tony Hawk. Tenía dos grandes tesoros: su perrita Nancy y su tabla de skate. Le encantaban las sudaderas grises, que hacían juego con sus ojos. No le gustaba el café, pero tampoco el té: prefería un buen vaso de leche con galletas o cereales de maíz. Solía recorrer la ciudad sobre su tabla o en bicicleta, sintiendo los rayos del sol sobre su desgastada gorra. Era reservado, aunque gracioso y divertido cuando tenía que serlo.

PierreEl canadiense más caradura del planeta. Guitarrista en una banda de punk-rock. Ojos azules, cejas espesas y Converse desgastadas. Era capaz de engatusar a cualquiera con sus chistes malos y tocando un par de acordes en su vieja Fender Stratocaster. Se sentía invencible cada vez que veía su película favorita: ‘Regreso al futuro’.

Scott. Siempre había sido un empollón con clase. Su hábitat natural era la biblioteca, aunque también solía pasear con su dálmata Tom, sobre todo en otoño. Tenía la sonrisa más dulce de toda la ciudad y sus ojos almendrados e inocentes también ayudaban. Era el compañero perfecto para pasar una tarde agradable y tranquila. Aunque por su aspecto no lo pareciera, su estilo musical favorito era el heavy metal.

Nombres, nombres sin más sentido ni contexto. Sarah no quería entretenerse demasiado en su paseo diario por sus recuerdos, algunos cercanos y otros no tanto. Con cada uno de esos chicos maravillosos y tenebrosos a partes iguales, había vivido momentos extraordinarios. Todos eran muy diferentes entre sí, pero tenían en común un carácter especial, un poder de atracción implícito, una energía viva y sensual. Sin embargo, la vida se empeñaba en que las cosas no le salieran bien. Con Danny, por ejemplo, todo iba viento en popa: se conocieron en el estreno de una famosa obra de teatro y, desde ese momento, no se separaron. La tensión sexual entre ambos era evidente, pero supieron controlarse como buenos semiadultos de veinte años que eran. Pero Sarah acabó aburrida de los calculados gestos de él, de sus americanas siempre pulcras e impecables, de su dentadura de spot televisivo. Apenas un año más tarde, llegó George. Había abandonado tierra británica para cruzar el océano y matricularse en un caro curso sobre diseño en Nueva York. La primera vez que se vieron estaban en la calle, frente al admirado escaparate de Prada. En cuanto se miraron, supieron que vivirían meses de auténtica pasión e interesantes conversaciones a la luz de las velas u observando el cielo nocturno y misterioso. Sin embargo, Sarah quería probar algo nuevo y lo encontró en los brazos tatuados de Dylan, con el que aprendió a hacer pompas de chicle y a hacer skate -en nivel muy principiante, todo hay que decirlo-. Pero al asistir a un concierto de un grupo de rockeros desconocidos pero con ganas de devorar el escenario -y el mundo-, Sarah cayó en las redes de Pierre, el guitarrista con los hoyuelos más deseados de todo el país. Si no fuera porque casi no podía aguantar el ritmo de «sexo, drogas y rock and roll» que el joven le ofrecía, se habría quedado con él para siempre. Pero lo que ella necesitaba era estabilidad y la encontró en Scott, un simpático estudiante de Ingeniería Aeronáutica que parecía no haber roto un plato en su vida. Pero ni los besos ni las caricias de ninguno de estos muchachos enamorados de las mismas curvas femeninas consiguieron que se centrara y volviera a creer en la magia del destino. Al menos, hasta que llegó él.

Patrick. Tenía una cabellera envidiable, un pelo sedoso y oscuro, casi tan suave como su aterciopelada piel. Sus ojos eran tan verdes que recordaban a los prados irlandeses de los que procedía parte de su familia, aunque él nació y se crió en Chicago y finalmente se fue a vivir a Nueva York para hacer realidad sus sueños. Tenía muchos sueños, pero uno de ellos era encontrar a una mujer delicada pero fuerte, elegante pero sexy, bonachona pero con carácter. Y el rostro ovalado de Sarah apareció como por arte de magia, como por un milagro obrado por el caprichoso destino. Esta vez, Sarah sentía que merecía la pena pasar la noche en una cama ajena si pertenecía a un tipo como Patrick. Con él, se sentía una persona más activa y feliz. No solo podía desnudar sus sentimientos en su presencia, sino que se reía mucho con sus ocurrencias y con la forma en la que se le iluminaban los ojos cada vez que contaba una anécdota.

Sarah. Desde que era una niña, pensó que lo peligroso era muy tentador. Leía historias de vampiros desde los cinco años y su sueño era convertirse en una detective profesional. Aunque no pudo cumplir sus deseos, Sarah había alcanzado otra de sus metas: encontrar su alma gemela. Porque era evidente que Patrick era su alma gemela. Disfrutaba hablando con él y hasta cuando discutían, siempre de forma muy acalorada, tan acalorada como sus ardientes reconciliaciones. Ese ventoso día de octubre, Sarah se repasó los labios con la barra color granate. Dejó que sus ojos marinos atravesaran el cristal del ascensor mientras daba gracias de nuevo porque Patrick, el bueno de Patrick, se hubiera cruzado en su camino. Y ya no solo era porque se sentía muy a gusto a su lado y porque le encantaba que el aroma de su perfume impregnara su ropa, sino porque ya estaba cansada. Estaba cansada de los otros chicos, de los otros nombres. Estaba cansada de sus manías y de sus risas, siempre algo escandalosas. Pero, sobre todo, estaba cansada de mancharse las manos de sangre. Y es que, hasta una buena y bonita señorita americana como ella, sabía cuándo y cómo tenía que deshacerse de lo que ya no le convenía. Sin dudas, sin vacilación. Sin miedo, sin temor. Con valentía, con decisión. Con destreza en armas blancas y con poco corazón.

La música nunca está demasiado alta

No es que le gustara mucho pintarse las uñas de negro, pero creía que le daban un toque siniestro y misterioso. Se recogió la lisa melena oscura en una coleta alta y oscureció sus párpados con una sombra de ojos muy densa. Ya estaba lista. En el autobús no se sentó a pesar de que había sitios disponibles, sino que permaneció sujetándose a la barandilla con la mirada grisácea perdida en las borrosas señales de tráfico. No era demasiado tarde, pero los días de invierno de Madrid se caracterizaban por saludar muy pronto a la oscuridad de la noche. La sala no estaba lejos de la parada, por lo que caminó con la mirada fija en sus botas negras que más que andar, se deslizaban sobre la desgastada acera. Tras mostrarle al puerta su tatuaje en forma de cruz gótica, entró sin problemas en el local. El ambiente estaba cargado y reinaba una mezcla de olores entre cerveza, orina y rock, mucho rock. Llevaba muchos años amando ese estilo musical y sabía que tenía un olor propio, así como un sabor parecido al de la guindilla y el chocolate negro fundido. En ese momento, el sentido que más sufría era el del oído, pues la música estaba demasiado alta y le perforaba los tímpanos. Bueno, en realidad, la música nunca está demasiado alta. Sin pensarlo demasiado, se zambulló entre la muchedumbre, acercándose a las primeras filas del concierto. En el destartalado escenario estaba él, tocando el bajo con pasión, casi con furia. Su gesto denotaba concentración y fiereza y sus ojos azules permanecían entre cerrados, como tallando la melodía en su interior. Normalmente, las chicas suelen fijarse en el cantante de los grupos de rock. Bueno, el guitarrista también llama bastante la atención, sobre todo si lleva un peinado llamativo y tiene una sonrisa de infarto. Incluso el batería tiene su toque enigmático. Pero, ¿quién se fija en el que toca el bajo? Si hasta hay gente que confunde el instrumento con una guitarra… Sin embargo, ella solo tenía ojos para él y su bajo color morado. No sabía si la veía (probablemente no, pues estaba absorto en la estruendosa canción), pero no le importaba. Se conformaba con mirarle desde la distancia, rodeada de barbudos tatuados y mujeres embutidas en ajustadas chupas de cuero que la empujaban en una especie de pogo infernal. La música era hipnótica, magnética. Sintió una euforia desbordante recorriendo cada poro de su pálida piel. Sintió una oleada de calor en el pecho, unas infatigables ansias de saltar y gritar. El volumen de la música ascendía y su cuerpo temblaba a causa de ello y de una intensa emoción, una emoción que provocaba que unas finas lágrimas teñidas de rimmel se deslizaran por sus mejillas. Sonrió, sintiendo el salado sabor de su llanto en la comisura de sus labios. Si existía el paraíso, era ese pequeño antro. Un paraíso infernal. Perdida en los potentes golpes de las batutas sobre los platillos, sintió una fuerte sacudida en todo su cuerpo. Al principio pensó que había llegado al éxtasis, que había alcanzado el nirvana. Pero cuando sintió la calidez de la sangre brotando de su costado y empapando su camiseta de Slipknot, cambió de opinión. La punzada de terror fue más fuerte que el propio dolor. No hizo falta que se girara, el gélido aliento de su agresor recorría su nuca y su cuello desnudo. El cuchillo se hundió más en su piel, haciéndola sentir un extraño cosquilleo. Intentó gritar, pero apenas salió de su boca un ininteligible hilo de voz. Nadie miraba, nadie prestaba atención. Todos dirigían la vista al escenario, a la potente guitarra, a la imponente batería, al atractivo cantante e, incluso, al reluciente bajo. Todos bailaban, cantaba, saltaban y gritaban. Parecía una especie de rito satánico. Gritó de nuevo, esta vez más fuerte, con más firmeza, pero obtuvo el mismo resultado. El cuchillo se hundió más en sus temblorosas carnes y casi pudo sentir la sonrisa del misterioso asesino sobre su pelo. De repente, movimiento rítmicos. El cuchillo salía de la herida y se hundía en otro lugar de su costado o de su espalda. Con cada puñalada, ella gritaba más, escupiendo intermitentes chorros de una sangre más oscura que su alma. Como toda respuesta, los instrumentos parecían sonar más fuerte y los gritos de la gente retumbaban en las desconchadas paredes cubiertas de posters de grupos de punk y rock. Conociendo su terrible final, ella recorrió la sala con un vistazo panorámico, reteniendo algunos detalles como las expresiones faciales casi pornográficas de los asistentes. Después, miró al escenario. Allí estaba de él, en aquel coito musical con su instrumento. Y, justo cuando la última puñalada perforaba su alma, él la miró. Sus penetrantes ojos se clavaron en ella, en aquella chica con la cara empapada de lágrimas y con la boca bañada en sangre. O, al menos, eso pensó ella antes de morir.

Amistades que matan

La sangre, cuyo tono negruzco relucía siniestramente, goteaba sobre la encimera de mármol. Aquellas lágrimas color vino morían en las baldosas lisas y blancas, dibujando sinuosos charcos. Justo encima del fregadero estaba Lucy. Sus pálidas y delgadas piernas colgaban inertes, plagadas de sangrientas salpicaduras. De la herida de su vientre manaba todo un manantial, tiñendo su desgastada camiseta de Los Ramones y sus cortísimos pantalones vaqueros. Curiosamente, las Converse blancas permanecían inmaculadas, sin ni un solo rastro de la tragedia.

Sarah observó la escena desde el umbral de la puerta. Jamás se imaginó que vería a su mejor amiga en esas circunstancias, con los grandes ojos azules vidriosos y abiertos de par en par y la boca desencajada. Pero, lo más raro, es que se sentía extrañamente serena. Dio otro mordisco a la manzana fingiendo desinterés, aunque en realidad sentía curiosidad por comprender cómo había acabado todo así. Solo había pasado una hora desde que volvía del instituto hablando con Lucy sobre el chico nuevo de clase. Estaban ya en último curso, pero seguían charlando sobre banalidades como los chicos guapos o el nuevo corte de pelo de Alice, la pija estúpida de la clase. La verdad es que era una pena que Lucy hubiera acabado así, desangrada por la furia de un cuchillo jamonero. ¡Oh, el cuchillo! Sarah se acercó y lo depositó cuidadosamente en la encimera, justo al lado de la mano de Lucy. Sarah se acercó un poco más y contempló sus uñas mordidas y decoradas con esmalte morado. No pudo evitar sonreír al recordar las veces que se habían pintado las uñas mutuamente en el recreo o en la propia clase. A veces, incluso, las decoraban con unas brillantes pegatinas con formas graciosas (estrellitas, corazones y cosas de esas), aunque eso solían haciendo en sus «reuniones pijama», mientras engullían palomitas dulces y veían una película de Matthew Mcconaughey. Palomitas… Le estaba entrando hambre. La manzana apenas había saciado su apetito. Por desgracia, el microondas se había puesto perdido de la sangre de su amiga, por lo que el tentempié tendría que esperar. 

Sarah parpadeó muy rápido. Sintió unas repentinas náuseas. «¿Qué pasa? ¡Vaya cara tienes!», le dijo Lucy, algo alarmada. Lucy… Sí, allí estaba Lucy, con su metro sesenta y cinco de estatura y su lisa melena castaña. Sarah permaneció con la boca abierta, observando como su amiga (sana y salva) dejaba caer su mochila y se sentaba sobre la encimera, agotada. «Pufff… ¡estoy cansadísima! Si no fuera por el bombón nuevo en clase, me moriría», exclamó poniendo los ojos en blanco. Sarah seguía sin reaccionar. ¿Qué estaba pasando? Recordaba con toda claridad a su amiga muerta, tendida sobre la encimera con gotas de sangre hasta en el piercing de la nariz. También recordaba el manchado cuchillo jamonero en sus manos, tras cometer la atroz acción. «En serio, tía, ¿me puedes decir que te pasa? Ni que hubieras visto un muerto…». Muerto. Un muerto. Sarah miró a su amiga y contestó con un hilo de voz: «Yo… precisamente… es que hace un momento…». Las palabras murieron en sus labios. No sabía qué decir. Había sido una estúpida. ¿Por qué hubiera asesinado a su mejor amiga? ¿Acaso no tenía cosas mejores que hacer que organizar una masacre en la cocina de su casa? Había visto demasiadas películas de miedo. Se apartó el flequillo de los ojos castaños y rió. Fue una carcajada de liberación. Lucy la miró como si estuviera loca, pero después acabó riendo también. ¡Por fin su amiga había dejado de tener esa cara de pasmada! «Venga, vamos arriba a investigar el Facebook del chico nuevo. Por su apellido parece de familia francesa…», propuso animada Sarah. La cara de Lucy se iluminó y, al instante, bajó de un salto de la encimera. Se dirigió a la escalera dando saltitos y Sarah la siguió. Pero, al dirigir una última mirada a la cocina, se le heló la sangre. Sobre la encimera había una manzana mordida y… ensangrentada. 

El precio justo

Desde el primer día que la vi, supe que tendría que pagar un alto precio por estar a su lado. Recuerdo con sorprendente claridad el suave contoneo de sus caderas al caminar. Puedo evocar en apenas unos segundos el tono perlado de su piel, así como la profundidad de esos ojos grises coronados por espesas pestañas oscuras. Cada vez que balanceaba su sedosa melena color caramelo, un dulce pero intenso aroma se apoderaba de mí y me volvía loco. Más, mucho más…

Jamás me dirigió la mirada. De hecho, no solía hacer mucho caso a nadie. Solía sentarse en la puerta del instituto y dejar perderse a su mirada en el cielo encapotado. Era preciosa, cualquiera se daba cuenta de ello, pero también solitaria y excéntrica. Aun así, a pesar de su carácter distante y de su seriedad, no dejé de pensar en ella ni un solo día. Cuando me despertaba cada mañana, estaba deseando llegar al instituto para cruzarme con ella en los pasillos y poder apreciar algo más cerca sus tensos y carnosos labios. Su rostro era de una belleza tan apolínea que hacía daño. De hecho, parecía una belleza sobrehumana. Ella poseía algo que le hacía diferente a todas las demás, no sé si era su expresión, su sencillez o su poder. Solo sabía que no podría aguantar mucho más sin rozar sus manos…

Por fin, llegó el día. No recuerdo si llovía o simplemente el cielo se había teñido de gris, solo sé que, por primera vez, ella me miró. Fue una mirada breve, fugaz, pero muy intensa. Jamás había visto unas pupilas tan decididas como las suyas, unas cejas arqueadas en semejante gesto desafiante, unos ojos que desprendieran tanto poder y… tanto deseo. No sé como se pudo fijar en mí, un chico delgaducho de 1 metro 80 y tímidos ojos azules verdosos. Pero ocurrió. Ella se detuvo, clavó sus ojos en mí y, por primera vez, sonrió. Fue una sonrisa dura y controladora, pero mis pulsaciones se aceleraron al ver esa hilera de dientes perfectos e inmaculados.

No hicieron falta palabras. Simplemente, la seguí. Ella se abría paso con firmeza a través de los pasillos del instituto y yo seguía su estela. No podía pensar, ni siquiera respirar; solo podía suspirar al ver cómo se balanceaban los bucles de su melena y cómo esos vaqueros desgastados se ceñían a sus tersas nalgas. En menos de 5 minutos empezaría mi clase de Matemáticas, pero yo continúe tras ella hasta la calle. Sí, abandonamos el edificio, algo que jamás había hecho en mis seis años de instituto. Increíblemente, no tenía miedo. No temía encontrarme a mi madre o a algún vecino porque estábamos atravesando la zona más deshabitada y oscura del barrio. Tampoco tenía miedo de lo que me iba a suceder a continuación, pues solo podía pensar en el aleteo de sus suaves párpados.

Llegamos a un viejo local abandonado que bastantes inviernos atrás había estado ocupado por un videoclub. La puerta estaba entreabierta. Cuando la cruzamos, se cerró lentamente, a ritmo del chirriar de sus visagras. La estancia estaba oscura, pero ella sacó un mechero de color rojo y comenzó a encender velas. Yo no me había percatado todavía, pero la habitación estaba plagada de velas colocadas en el polvoriento suelo. En ese momento me sentía un poco tonto, pues estaba quieto como un pasmarote mientras ella se agachaba y las encendía una a una. Después, sin ni siquiera mirarme, sacó de su bandolera una gruesa manta de color esmeralda. Con un elegante movimiento, la extendió en el centro del habitáculo, resultando una cama improvisada rodeada por más de una docena de gruesas velas amarillentas. Levantó la cabeza lentamente y asintió. Ella sabía que yo sabía lo que iba a suceder. Y también sabía que había accedido a ello. Lo supo desde el primer día en que la miré. Y lo sabría siempre. Se desprendió con facilidad de sus impecables Converse blancas y se dispuso sobre la manta con las piernas cruzadas, como hacían los indios del viejo Oeste. Noté cómo me temblaban las manos y el rubor de mis mejillas, pero una oportunidad así solo se me presentaría una vez en la vida. Y nunca mejor dicho. Por eso, tragué saliva y di un paso al frente. Después otro. Y en apenas medio minuto, me encontraba sobre la manta, sentado junto a ella más cerca de lo que nunca había podido soñar…

Ella llevó las riendas. Fue ella quién guió mis inexpertas caricias sobre su cuerpo. Fue ella la que consiguió que memorizara todas sus curvas, todas sus texturas. Fue ella la que aprisionó mis labios entre los suyos, duros y fríos. Fue ella la que enredó mis dedos entre sus cabellos y la que me dejó saborear el dulce sabor de su piel. Poco a poco, fui atreviéndome a más. Notaba que a cada beso, a cada caricia, a cada mirada, ella me pertenecía un poco más. ¡Vaya necio! Era justamente al revés… Pero yo me sentía poderoso, deseado y afortunado. No podía dejar escapar ese momento, no podía dejarla escapar de mis brazos. Me abandoné en ella, una y otra vez, y ella me hacía sentir cada vez mejor. Consiguió que llegara a creer que me amaba tanto como yo a ella. Aquello era mejor que mis sueños, protagonizados siempre por esos felinos ojos grises. Y entonces, llegó el momento que ella más ansiaba. Llegó el momento de pagar el precio.

Fue más rápido de lo que pensé. Ella me miró con compasión, casi con ternura. Acto seguido, sus pupilas se dilataron. Yo quedé maravillado. Se acercó a mí, y permaneció unos segundos escuchando nuestras respiraciones acompasadas. Rozó mis labios con sus dedos y, después, los besó dulcemente. Sus labios fueron perfumando los míos, al igual que mis mejillas. Luego, llegaron a mi cuello. Esta vez, fue su lengua la que exploró todos sus recovecos. Yo cerré los ojos y suspiré. Ella cogió mi mano y me acarició con sus largas y cuidadas uñas. Y entonces, lo hizo. Sus colmillos perforaron mi piel y se tiñeron de color bermejo. Succionó, sin prisa pero sin pausa. Y, mientras tanto, sujetaba mi mano con cariño pero con firmeza. No me resistí ni una sola vez. Era mi destino, y ambos lo sabíamos. Era el precio que tenía que pagar por la lujuria, por enamorarme de un ser como aquel.

Y, mientras mi voz se apagaba y mi vista se nublaba, mientras mi corazón se congelaba y mi cuerpo desfallecía, sonreí. Sonreí y recordé la primera vez que sus ojos se clavaron en mí. Sonreí porque había tenido su cintura entre mis manos, porque había descansado sobre sus pechos, porque había dedicado unos instantes de su eterna vida en alguien como yo. Y eso ya me hacía más especial que cualquiera.

«Todos los ángulos son vitales».

Mark solía escribir hasta tarde en su vieja máquina de escribir de desgastadas teclas. Cuando comenzaba una historia, conseguía evadirse del mundo y viajar muy lejos de su destartalado apartamento a las afueras de Munich. De hecho, se concentraba mucho más a altas horas de la noche, con solo el fulgor de las estrellas alumbrando la estancia.

En una fresca noche de junio, Mark estaba ensimismado en su nueva historia: trataba de unos encuentros amorosos entre dos adolescentes en un cementerio, una historia con un final bastante trágico. Tan solo podía escucharse el frenético ruido de las teclas y Mark no podía pensar en nada más.
De repente, un frío soplo de aire le acarició la nuca. Mark sintió un escalofrío y se maldijo a sí mismo por haber dejado la ventana abierta y tener que levantarse a cerrarla. Lo cierto es que la pequeña corriente de viento había entrado en la habitación de repente, pues aunque no hacía un calor excesivo, aquella noche no se precisaba chaqueta ni mucho menos.
Mientras Mark se daba la vuelta y se levantaba, pudo vislumbrar una especie de sombra que se movió con una rapidez asombrosa. Fue como una especie de aparición fugaz, aunque le fue imposible distinguir su forma. El joven escritor permaneció de pie e inmóvil durante unos instantes que parecieron horas, escudriñando cada rincón de la habitación. No obstante, aquella sombra no volvió aparecer, por lo que Mark volvió en sí, cerró la ventana y regresó a su escritorio para internarse de nuevo en su fantástica historia. Al sentarse en la silla y prepararse para seguir escribiendo, Mark atisbó un detalle muy extraño en la hoja. Había escrito algo nuevo.

«Todos los ángulos son vitales».

Mark se quedó petrificado, pues el jamás había escrito esa frase. Pensó que sería un error de la máquina, pero resultaba realmente extraño que su vieja máquina de escribir hubiera formado por error una oración entera. Por supuesto, Mark no entendió lo que la frase quería decir, pero eso no le importaba. Estaba demasiado ocupado recorriendo con la vista su pequeña y oscura casa en busca de una presencia extraña. Estaba claro que alguien había escrito aquella frase. Tras un par de minutos que se hicieron eternos, Mark acabó sentándose de nuevo y riñéndose a sí mismo por haber sido tan tonto.

– ¿Cómo se me ocurre? – pensó Mark, ya más relajado – ¿Cómo he podido pensar que no estaba solo? ¿Acaso existen los fantasmas escritores? Cervantes… ¿estás aquí?

Y tras este monólogo interno, Mark soltó una carcajada sintiéndose el más idiota del mundo. Y, como buen escritor entregado que era, olvidó todas esas pamplinas propias de sus historias de terror y continuó manos a la obra con su relato. Pasaron unos minutos en los que Mark no cesó de escribir con frenesí, casi rozando el ansia. La inspiración recorría todo su cuerpo y no podía dejar que escapara.

De repente, un soplido muy frío acarició su nuca de nuevo. Era imposible: la ventana estaba completamente cerrada.
Esta vez a Mark se le heló la sangre completamente (y no solamente por aquel soplido fantasmal). Ahora podía percibirlo todavía mejor, podía notarlo, podía sentarlo: no estaba solo. Por mucho que se empeñara en negarlo, en el fondo sabía que alguien rondaba por su diminuta vivienda. Pero, ¿quién sería y qué querría?

El destino decidió borrar todas sus dudas y otro soplido helado hizo que Mark girara la cabeza y… pudiera verla. Sí, ahí estaba ella, en la ventana cerrada. Tan solo podía ver su largo cabello dorado y su también largo y vaporoso vestido azul celeste. Aquella joven miraba atentamente por la ventana mientras el viento ondeaba sus cabellos y hacía levitar la sedosa tela de su largo vestido. Mark seguía paralizado, no podía creer que aquella mujer estuviera en su casa. ¿Cómo podría haber entrado? ¿Y qué hacía mirando por su ventana? Y lo más importante… ¿cómo podían acariciar sus cabellos ráfagas de viento si la ventaba estaba cerrada?

Sin previo aviso, la muchacha de dorados cabellos se giró. Mark se sobresaltó, pero inmediatamente vio el rostro de la joven no movió ni un músculo. Era la mujer más bella que jamás había visto. Su piel era fina como la porcelana y de un blanco inmaculado. Las tímidas formas de su cuerpo se marcaban en el corpiño del vestido y su falda seguía levitando cual vestido mágico de un hada. Sus ojos eran como dos gigantescos zafiros incrustados y sus finos rasgos terminaban con unos suaves y rosados labios. La joven miraba directamente a los ojos al desconcertado escritor, que intentaba hablarle en vano, pues no conseguía emitir ningún sonido. Estaba tan asustado que su voz se  perdía en su garganta y jamás corría a preguntarle a la joven su identidad.

La bella muchacha sonrió. Así, de repente. Aquella sonrisa de malvada belleza pilló desprevenido al pobre Mark, que quedó todavía más prendado de aquella extraña muchacha de aspecto fantasmal y belleza sobrenatural que había aparecido en su solitaria casa sin previo aviso. La dama del largo vestido seguía con la mirada clavada en los ojos de Mark y aquella sonrisa fija.
Mark comenzó a curvar los labios en una tímida y aterrorizada sonrisa cuando, de repente, un nuevo soplo de aire gélido rozó su cuello, penetró en su cuerpo y sintió en su alma. Y, por desgracia, cuando Mark quiso girarse a comprobar el origen de aquel suspiro helado, ya era demasiado tarde: el fantasma de un niño de belleza angelical y a la vez diabólica comenzó a ahogarle. Sí, las pálidas manos del infante rodearon el cuello de Mark y lo presionaron con una fuerza bestial, sobrehumana, con la que el desgraciado escritor no podía competir. La agonía apenas duró unos segundos y Mark ni siquiera pudo darse la vuelta para ver a su joven y vil asesino. Cuando su corazón estaba a punto de perecer, sus ojos vieron como la bella joven (que había observado la escena impasible, son la sonrisa fija) se acercaba lentamente a él.

– Deberías haber vigilado tu espalda. Te avisé: todos los ángulos son vitales.

¿Por qué nos atrae tanto Tim Burton?

El excéntrico director de cine, Tim Burton, tiene detrás una inmensa legión de fans. Sus producciones agotan las entradas de cine y sus fans hablan de él como si fuera un maestro, un genio, un dios.
¿Cuál será la razón por la que este mítico californiano ha cosechado tanto éxito?

– Infancia oscura: No sé si «oscura» es el adjetivo más adecuado, pero lo cierto es que la niñez de Burton se caracterizó por la excentricidad. Sí, ya apuntaba maneras. Sus propios vecinos le definían como un inadaptado social, y este rebelde adolescente no estaba demasiado interesado por los estudios, pero sí por el cine y por el arte. Solía representar macabras obras de teatro con su hermano, y su mente siempre estaba ideando todo tipo de terroríficas historias. Quién le iba a decir a este chico extraño de poco amigos que un día alcanzaría la fama (¡y de qué manera!).

– Diferenciación: Además de una historia personal conmovedora (típico famoso que cuando era un don nadie, era marginado y pasaba desapercibido), Burton destaca por su autenticidad, por sus trabajos totalmente fuera de lo común y distintos al resto. Sus cortos y películas poseen argumentos de inesperados finales, y su imaginación alcanza límites insospechados. Podemos decir que Burton es una nueva forma de arte. Los paisajes y escenarios de sus películas son icónicos (al verlos, los identificamos rápidamente con la mano burtoniana) y el diseño de los personajes es muy personal. Tim ha sabido diferenciarse de los demás, ha creado una nueva forma de ver el cine y ha alcanzado el éxito que muchos pensaban que no conseguiría jamás.

– Dibujos: Y es que Burton no es solo famoso como cineasta. Lo cierto es que sus esbozos son considerados objetos de culto, al igual que su obra escrita (como «La melancólica muerte del chico ostra», un libro de inquietantes versos e ilustrado por sus típicos macabros dibujos). Y precisamente del producto de su pluma, se ha creado todo un mercado burtoniano (como los famosos muñecos del Chico ostra y los demás personajes dibujados por Burton).

– Su entorno: Al igual que su infancia parece sacada de una de sus películas, su vida actual no es tan distante. Burton conserva su tenebroso estilismo, está casado con la excéntrica Helena Bonham Carter  y en su círculo de amistades se encuentra el admirado actor Johnny Depp. De hecho, el talento de Carter y de Depp está muy ligado al de director, por lo que ambos actores han participado en muchísimas producciones de Burton.

– Terror + sentimentalismo: Mucha gente puede pensar que el cine de Tim Burton se basa simplemente en inspirar miedo, en lo terrorífico y oscuro, pero no es así. Aunque los ambientes suelen ser muy similares (misteriosos, tenebrosos…) las historias siempre poseen una moraleja, hacen pensar al espectador (como en «James y el melocotón gigante», que invita a la reflexión sobre el valor de la amistad) y en ellas se mezcla el pavor con la amistad, el amor («La novia cadáver») y otros sentimientos.

De esta manera, Burton es considerado una figura del cine, pero también es apreciado como genio, es querido por su historia y por su imaginación, por su incomprendida (ya no) manera de ver el mundo.
Personalmente, me recuerda un poco al arte de Vincent Van Vogh, que plasmó su locura en unos cuadros que jamás vendió mientras estuvo vivo, y que actualmente valen millones.
Por suerte, Burton ha presenciado antes de morir cómo su obra ha llegado a lo más alto.

Y por estas, y seguramente por más razones, es por lo que nos gusta tanto Tim Burton.

Johnny Depp y Tim Burton

Tim Burton y Johnny Depp en el rodaje de «Sleepy Hollow».