* Continuación de La partida
Bebí otro trago de whisky sin sentir nada. La garganta ya no me ardía como la primera vez. Había llovido y el pavimento estaba mojado, pero no me importaba. Pensaba permanecer toda la noche allí sentada, calándome los vaqueros y bebiendo alcohol barato. Estaba harta de la vida y la vida estaba harta de mí. Mi familia, o lo que quedaba de ella, me daba de lado, y los pocos amigos que tenía se habían evaporado. Únicamente me tenía a mí misma, y eso no me reconfortaba demasiado.
Abrí los ojos lentamente y mi mirada se topó con una robusta sombra. Me tendió la mano, que era igual de voluminosa pero muy cuidada. El hombre se acarició la barba mientras se presentaba. Se llamaba Gaspar y no fui capaz de adivinar de dónde provenía su acento. Tampoco importaba demasiado. Él me ofreció una oportunidad, una nueva opción de vida. Cogí su mano, me incorporé y le seguí. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder.
Me llevó a su casa, donde me di una ducha y me vestí con ropa limpia que él me cedió. Me dolía un poco la cabeza y mi aliento seguía oliendo a alcohol, pero por lo demás me encontraba bastante bien. Nos sentamos en las suntuosas butacas de su gran salón y comenzó a explicarme lo que quería de mí. No se entretuvo demasiado: deseaba ofrecerme un trabajo. En otra etapa de mi vida, me hubiera estremecido al escucharle y hubiera huido de allí tras conocer en que consistía el empleo en cuestión. Pero yo solo quería vivir o, mejor dicho, olvidarme de vivir. Lo acepté sin dudar. Jamás había matado a nadie, pero todo era cuestión de práctica. Me juré a mí misma hacer las cosas bien y convertirme en la mejor asesina a sueldo de la ciudad.
Los primeros encargos no fueron fáciles. Al ser una novata, me temblaba el pulso cada vez que tenía que apretar el gatillo y sentía un doloroso peso en el estómago cada vez que lo hacía. Sin embargo, la práctica hizo que la torpeza y el remordimiento se esfumaran. Era como si cada vez que le arrebataba la vida a alguien, yo ganara un poco de vida. Una vida podrida y maldita, sí, pero vida después de todo. Poco a poco, me fui aficionando al miedo en los ojos de mis víctimas, al aroma de la sangre y a la tensión liberada cada vez que cumplía mi misión. Gaspar me pagaba siempre puntualmente y yo sentía que por fin tenía un papel en este horrendo mundo.
Todo iba tan bien que nunca imaginé que acabaría recibiendo un encargo al que no podría hacer frente. Gaspar tenía muchos enemigos y uno de ellos era un empresario irlandés. Quería vengarse de él y no encontraba mejor manera de hacerlo que arrebatándole lo que más quería. Pero yo no me sentía capaz de hacer lo que me pedía. No podía matar al hijo del irlandés por mucho que lo intentara, a pesar de que sabía que la consecuencia, o más bien, el castigo, sería jugar una partida de póker a muerte. La causa no era el miedo ni la culpa, sino una fuerza mucho más poderosa. Él fue la única persona por la que un día sentí algo parecido al amor, y… ¿quién soy yo para luchar contra el amor?