«Todos los ángulos son vitales».

Mark solía escribir hasta tarde en su vieja máquina de escribir de desgastadas teclas. Cuando comenzaba una historia, conseguía evadirse del mundo y viajar muy lejos de su destartalado apartamento a las afueras de Munich. De hecho, se concentraba mucho más a altas horas de la noche, con solo el fulgor de las estrellas alumbrando la estancia.

En una fresca noche de junio, Mark estaba ensimismado en su nueva historia: trataba de unos encuentros amorosos entre dos adolescentes en un cementerio, una historia con un final bastante trágico. Tan solo podía escucharse el frenético ruido de las teclas y Mark no podía pensar en nada más.
De repente, un frío soplo de aire le acarició la nuca. Mark sintió un escalofrío y se maldijo a sí mismo por haber dejado la ventana abierta y tener que levantarse a cerrarla. Lo cierto es que la pequeña corriente de viento había entrado en la habitación de repente, pues aunque no hacía un calor excesivo, aquella noche no se precisaba chaqueta ni mucho menos.
Mientras Mark se daba la vuelta y se levantaba, pudo vislumbrar una especie de sombra que se movió con una rapidez asombrosa. Fue como una especie de aparición fugaz, aunque le fue imposible distinguir su forma. El joven escritor permaneció de pie e inmóvil durante unos instantes que parecieron horas, escudriñando cada rincón de la habitación. No obstante, aquella sombra no volvió aparecer, por lo que Mark volvió en sí, cerró la ventana y regresó a su escritorio para internarse de nuevo en su fantástica historia. Al sentarse en la silla y prepararse para seguir escribiendo, Mark atisbó un detalle muy extraño en la hoja. Había escrito algo nuevo.

«Todos los ángulos son vitales».

Mark se quedó petrificado, pues el jamás había escrito esa frase. Pensó que sería un error de la máquina, pero resultaba realmente extraño que su vieja máquina de escribir hubiera formado por error una oración entera. Por supuesto, Mark no entendió lo que la frase quería decir, pero eso no le importaba. Estaba demasiado ocupado recorriendo con la vista su pequeña y oscura casa en busca de una presencia extraña. Estaba claro que alguien había escrito aquella frase. Tras un par de minutos que se hicieron eternos, Mark acabó sentándose de nuevo y riñéndose a sí mismo por haber sido tan tonto.

– ¿Cómo se me ocurre? – pensó Mark, ya más relajado – ¿Cómo he podido pensar que no estaba solo? ¿Acaso existen los fantasmas escritores? Cervantes… ¿estás aquí?

Y tras este monólogo interno, Mark soltó una carcajada sintiéndose el más idiota del mundo. Y, como buen escritor entregado que era, olvidó todas esas pamplinas propias de sus historias de terror y continuó manos a la obra con su relato. Pasaron unos minutos en los que Mark no cesó de escribir con frenesí, casi rozando el ansia. La inspiración recorría todo su cuerpo y no podía dejar que escapara.

De repente, un soplido muy frío acarició su nuca de nuevo. Era imposible: la ventana estaba completamente cerrada.
Esta vez a Mark se le heló la sangre completamente (y no solamente por aquel soplido fantasmal). Ahora podía percibirlo todavía mejor, podía notarlo, podía sentarlo: no estaba solo. Por mucho que se empeñara en negarlo, en el fondo sabía que alguien rondaba por su diminuta vivienda. Pero, ¿quién sería y qué querría?

El destino decidió borrar todas sus dudas y otro soplido helado hizo que Mark girara la cabeza y… pudiera verla. Sí, ahí estaba ella, en la ventana cerrada. Tan solo podía ver su largo cabello dorado y su también largo y vaporoso vestido azul celeste. Aquella joven miraba atentamente por la ventana mientras el viento ondeaba sus cabellos y hacía levitar la sedosa tela de su largo vestido. Mark seguía paralizado, no podía creer que aquella mujer estuviera en su casa. ¿Cómo podría haber entrado? ¿Y qué hacía mirando por su ventana? Y lo más importante… ¿cómo podían acariciar sus cabellos ráfagas de viento si la ventaba estaba cerrada?

Sin previo aviso, la muchacha de dorados cabellos se giró. Mark se sobresaltó, pero inmediatamente vio el rostro de la joven no movió ni un músculo. Era la mujer más bella que jamás había visto. Su piel era fina como la porcelana y de un blanco inmaculado. Las tímidas formas de su cuerpo se marcaban en el corpiño del vestido y su falda seguía levitando cual vestido mágico de un hada. Sus ojos eran como dos gigantescos zafiros incrustados y sus finos rasgos terminaban con unos suaves y rosados labios. La joven miraba directamente a los ojos al desconcertado escritor, que intentaba hablarle en vano, pues no conseguía emitir ningún sonido. Estaba tan asustado que su voz se  perdía en su garganta y jamás corría a preguntarle a la joven su identidad.

La bella muchacha sonrió. Así, de repente. Aquella sonrisa de malvada belleza pilló desprevenido al pobre Mark, que quedó todavía más prendado de aquella extraña muchacha de aspecto fantasmal y belleza sobrenatural que había aparecido en su solitaria casa sin previo aviso. La dama del largo vestido seguía con la mirada clavada en los ojos de Mark y aquella sonrisa fija.
Mark comenzó a curvar los labios en una tímida y aterrorizada sonrisa cuando, de repente, un nuevo soplo de aire gélido rozó su cuello, penetró en su cuerpo y sintió en su alma. Y, por desgracia, cuando Mark quiso girarse a comprobar el origen de aquel suspiro helado, ya era demasiado tarde: el fantasma de un niño de belleza angelical y a la vez diabólica comenzó a ahogarle. Sí, las pálidas manos del infante rodearon el cuello de Mark y lo presionaron con una fuerza bestial, sobrehumana, con la que el desgraciado escritor no podía competir. La agonía apenas duró unos segundos y Mark ni siquiera pudo darse la vuelta para ver a su joven y vil asesino. Cuando su corazón estaba a punto de perecer, sus ojos vieron como la bella joven (que había observado la escena impasible, son la sonrisa fija) se acercaba lentamente a él.

– Deberías haber vigilado tu espalda. Te avisé: todos los ángulos son vitales.